viernes, 23 de mayo de 2014

Calidoso

No me cabe en la cabeza que un hombre prenda fuego a otro hombre. Esa pira no brilla ni calienta. Ese furor reniega y delira. Ardo en mí de rabia y desconsuelo.

He querido saber quién era él, de dónde venía, intento retener su nombre pero no puedo. 

Solo pienso en la forma en que lo llamaban. Calidoso. Dicen que era afable, humanitario, dulce.

Calidoso de calidad, de cualidad. La cualidad, la virtud, la vida que respira y resplandece.

En el frío de una noche sin alma, un silencio al acecho, el calidoso fue rociado con gasolina y ardió. Puso a sonar su grito en el estupor de los vecinos. Nadie pudo hacer nada, agonizó y gritó, el fuego se apoderó de su alma. El padeció hasta en extremo 
dolor.

No logro entrar en su imagen, algo me frena, una fuerza espantosa me separa. Siento rabia, me estremece la impotencia.
Cómo puede ser, que lo hayan quemado, el fuego desalmado de una cerilla. Y su agonía sin luz, su dolor sin compasión y sin manos.

Nadie pudo hacer nada, nada puede nada. Unos hombres y otros, si esto es un hombre, un acecho, una crueldad, el mal que merodea y clama al cielo.

Pero el cielo parece estar vacío, nadie responde, nada atiende. Nos dan la espalda y los hombres en desamparo nos aterramos, nos humillamos.
Los conocidos se duelen, los que lo conocieron claman y reclaman. Un terror así no tiene corazón.
De alma en alma esa ignominia ofende y es inútil tratar de entender. No hay ciencia ni hay conciencia.
Al calidoso lo quemaron en una noche helada en Bogotá, en el borde de un caño.

Nadie vio nada, ninguna persona sabe nada. Un amigo de la calle oyó cómo gritaba.

Su hermanito gritaba mientras ardía. Era un fuego, una llama imposible, un nudo de desespero y horror.

En la agonía preguntó por su mascota. También quemada. Era su hermana, su compañera, su sombra. El amigo no se atrevió a decirle que el destino de ella había sido el mismo.

Quemar un hombre, lanzar una piel a la ceniza y espanto. Qué nos sucede, quiénes somos, por dónde pasamos.

Quién nos arrojó en este bosque de sangre. Me da vergüenza, me duele ser hombre. 

Siento culpa de esto, de este horrible fuego. Los días aquí encierran y ahogan.

Los muchachos de la universidad vecina lloran al calidoso. La bondad de esos muchachos es un consuelo. Los estudiantes abren los ojos y se inquietan y hablan.

Dicen que no es posible, que es irresistible, inútil tratar de entender. Queda reaccionar, ¿pero dónde? Decir algo, ¿pero a quién?

No me atrevo a decir nada, se me apagan las palabras, me hundo en esa candela, me traga el fango de ser hombre.

Ese hombre me mira, nos mira, su grito estremece. Pero no respondemos. Apenas vivimos y nada sabemos.

Quien lanzó esa cerilla, ¿de qué está hecho? Desde la muerte esos ojos reclaman, su aliento devastado. 

Nadie merece sufrir así. Pero si los hombres han perpetrado siempre hogueras para los hombres.

Quisiera apartar la mirada. Pero no sé si quede dónde mirar. No quiero nada, no me apetece nada.

Mis clases en estos días han sido estupor. Me da vergüenza mirar a los ojos a los estudiantes. ¿qué puedo decirles? ¿qué frases que expliquen, apacigüen, enciendan alguna esperanza?

Me siento herido, desalentado. Ese crimen es la tapa. Y saber que todos los días arde alguien.

Quisiera un poeta capaz de decir algo.

Acaso el calidoso era al que menos le tocaba. Vulnerable como era, frágil hasta la médula, desnudo en su pureza de expatriado. 

El calidoso desamparado arde en la pira de tanta desidia e insensatez.




[También publicado en el portal UdeA Noticias]