miércoles, 5 de marzo de 2014

El dinero me huye

‘No tengo casi cosas, ni celular, ni tableta ni televisión. No me hacen falta para vivir’.

Eso me dice Gregorio Cuartas, pintor, viajero, constructor y restaurador de monasterios.

Me impresiona de él su levedad, ese fascinante desprendimiento. Es una suerte de trashumante sin equipaje, toda su vida se ha movido sin ancla ni pesos.

Su voto parece ser el de la pobreza: pero si en verdad casi nada es necesario. Me dice que alguien lo definió como un pobre con buenos amigos.
Un día, en una casita en la Toscana, tuvo un grave accidente. Se cayó de una escalera y rodó varios metros. Los costos de hospitalización fueron inmensos para sus escasos recursos.
Tiempo después y ya convaleciente alguien se le apareció y le regaló el doble de ese dinero.
Así son las cosas, dice el maestro Gregorio, no se inquieta, no tiene ambiciones, ha rechazado siempre la idea de pintar pensando en vender. ‘El que mucho pinta, mucho vende’. Él pinta más bien poco, pinta lo que quiere, lo que le dicta el corazón. Me dice riendo: ‘Carlos, a mí el dinero me huye’.
En Gregorio Cuartas van de la mano la creación y el vivencia. Pintar es un viaje, se pinta lo que se ve, lo que se ama y consiente. El del pintor es un equipaje exiguo, carga un pequeño maletín en el que lleva sus lápices y una libreta.
Qué bella imagen, me digo, cuán poco común, suele suceder que a los artistas los cerca el éxito y terminan haciendo su obra empujados por él.

Gregorio Cuartas es humilde, sencillo, austero. Me dice con risas: “Suelo ser dejadito” y me cuenta, entre alegre y tímido, que un día en el Grand Palais de París participó en una exposición de artistas extranjeros. Su espacio estaba en un rincón. 



Llegó M. Mitterrand, el presidente de entonces, a la galería, se acercó a su cuadro, lo contempló largamente. Preguntó luego por el pintor y lo buscó allí mismo para felicitarlo.
Él tenía una barba de tres días y sintió un leve pudor, que respondía más bien a la expresión de sus amigos: ‘te eligió el presidente, se fijó en tu cuadro’ cosa que él recibió con un dejo de gratitud desprendida.

Cuál no sería su asombro al enterarse que el señor Mitterrand compró la obra. Le pregunto por el motivo de ese cuadro. Su rostro se ilumina como si lo estuviera viendo. Me dice: es un paisaje como de tardes amarillas y al fondo una construcción, una especie de ínsula. 

La pintura de Gregorio Cuartas rehúye el paso del tiempo. Ama la luz, la transfiguración del día sin sombras. Todo en ella es visibilidad, contorno, nitidez. Me dice que no le gusta ni la ambigüedad ni las zonas inciertas.

La luz es para él un regalo divino. Es por eso que aprecia por encima de todos a Piero de la Francesca. Esa luz le asombra cada vez más, brota de las cosas y de los seres, es una luz natural, terrestre y acaso por eso misteriosamente divina.

Acerca de sus hábitos creadores me dice: no pinto largas jornadas, no me encarnizo ni dramatizo la disciplina. Más bien tengo épocas, cuando algo me interesa surge la fiebre. Vuelvo una y otra vez y allí donde presiento, trabajo apasionado en lo que otros se aburren.

Vive despacio, con un ritmo intenso y voraz. Como pintor es apasionado y negligente, perezoso y febril. En él lo que parece contradictorio se apacigua y amaina.

‘Yo soy lento’ me dice. Se acepta de ese modo y así responde a quienes le dicen que si se aplicara sería aún más notorio. Pero a él no le importa, lo lleva su voz, lo mueve su emoción, comprende y responde a sus altas y bajas.

Los días de un artista son su marea. Ve y se ve, estudia y no deja de intentar comprenderse. Y aún siendo valorado como es, se conserva anónimo. Aspira como Balthus a ser solo instrumento.

Su signo es la apertura. Se presta, se ofrece, se deja llevar por una ola más elevada y sutil: la esquiva belleza a la que sirve con todo su ser. Dice de ella una frase que me estremece: ‘la belleza es una caricia de Dios’.

Siento que le cabe a Gregorio Cuartas el calificativo de pintor de lo sagrado. Esa es su poética: la conexión con lo inefable, el punto de imantación del secreto. Lo espera, le sirve, se dispone. Pero sabe a la vez que no depende de él. 

Ese encuentro, anhelo de todos sus días y noches, puede darse o no y le corresponde al artista prepararse para recibir lo improbable.

Gregorio Cuartas vive hace muchos años en Paris pero no deja de venir a Colombia. Le pregunto qué le mueve a ello. Me responde que el calor, la luz, la entrañable memoria.

Como todo en él, Gregorio Cuartas es un arquitecto autodidacta. En esa condición diseñó y lideró la construcción de dos monasterios benedictinos en las montañas de Guatapé.

Pero si es como un monje, pienso yo, uno de esos ermitaños antiguos o medievales.
A la vez activo, curioso, contemplativo. Un monje que se mueve e inquiere, uno que no se detiene, uno que sabe quedarse quieto.

Me habla de Colombia, de sus viajes recientes: Santander y Valledupar y el Urabá antioqueño. Su actividad es asombrosa, lo llaman los paisajes, los amigos y familiares. Y las voces de la infancia, esa luz que la imaginación cobija y prolonga.

Le pregunto cómo se relaciona con sus cuadros. Me parece que lo cruza una curiosa tristeza. Me dice que es melancólico pero que la pintura se aviene con esa tristeza feliz.

Ama sus cuadros, los conoce, se reconoce en ellos. Me cuenta que un día, hace mucho tiempo, en sus primeros meses de incursión en Europa, andaba de un lado a otro con sus carpetas. Un día las dejó olvidadas por un momento en el techo de un auto. El auto se fue y con él sus dibujos. Inquieto se puso a buscarlos. Encontró uno de ellos en la vitrina de un almacén de arte a pocos metros de allí.

Se emocionó. El administrador le dijo: ‘nos gusta su pintura, el dueño tiene el resto de los dibujos y quiere exponerlos’.

Le tiento al final con esta pregunta: quién quisiera que estuviera aquí con nosotros. 

Sin dudarlo y con una chispa de felicidad, como si imaginara que podíamos pasar de la invocación a la presencia, me dice: querría que viniera Piero de la Francesca, acaso para que me diga que estoy equivocado en lo que pienso y así me encaminara por esa luz suya que cuida los seres.



[Publicado también en el portal UdeA Noticias]

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