martes, 11 de marzo de 2014

'En la parte alta abajo'

Hoy con Helí Ramírez volví a creer en la amistad. Desde el saludo saltó el magnetismo. El solo uso de la expresión “y qué más…” me hizo pensar en una continuación, como tomar el hilo y seguirlo tejiendo.

Llegamos el poeta y yo a la cabina de grabación conversando. De no ser por los protocolos normales hubiera sido seguir, ir de allá para acá, dando tanteos con las palabras.

Introduje el programa con un poema suyo que habla del barrio de su infancia en Castilla. Conmovedor para mí, un poema pintado, una visión de barrancos y techos y calles.

La de Helí Ramírez es una voz contundente y escueta. No finge nada, no presume, no sienta cátedra. Hablamos de su niñez y me dice, con un tono entre íntimo y sosegado: soy un desplazado de la violencia, y me regala generoso el inventario de sus muertos: su padre y el padre de su padre y su tío, todos ellos borrados por la insaciable violencia.

Le pregunto por la escuela y me responde sin dudarlo: no fui feliz en la escuela, no había maestros ni comprensión ni indulgencia. Nada de nada, ausencia de todo, negación, abandono.

Helí se refugió temprano en los libros, fueron para él un consuelo. Me habla con amor de las bibliotecas públicas, la Piloto, la de la UdeA, espacios que habitó y en los que halló voces, seres de papel reales y ciertos.

Le menciono entonces la escritura. Helí se ilumina, como si tocara la pulpa de la conversación. Escribir, anotar, me confiesa que siempre pedía a su madre un cuaderno de más y era allí donde marcaba su rumbo.

El poeta no tenía a quien confiar lo que escribía, sus amigos los halló en la cancha y era en ella donde pasaba todo: la emoción de las jugadas y también el brillo oscuro de una intensidad acechante y despierta.

En las pinturas de Fredy Serna, amigo y compañero de Helí, ese valor de la cancha está maravillosamente pintado. De la cancha a la calle, de allí a la traba, los rincones para el erotismo y el riesgo.

Por fortuna, me dice, un día encontró amigos que lo escucharon y sintieron de inmediato el arañazo de su poesía.

Sus palabras son cuchillos, sus versos espejos, sus poemas ventarrones que arrasan los techos.

La poesía da a ver y libera. Los poemas son para hacer algo, empujar las palabras, despojar las mentiras, arrimarse al abismo de una vida arrojada.

La poesía de Helí Ramírez es atrevida, desnuda, irreverente, santa, hereje. No habla para complacer, destruye y luego crea.

Pienso todo eso mientras lo escucho. Si bien no habla como escribe su respiración es la misma. Es un poeta, es lo que yo pienso y siento la dicha de encontrarme con uno.

Le digo eso y olvidando que estamos en la radio le digo mis muertos: mi hermana y mi padre y mi primera novia y un amigo.

Es como si quisiera que me consolara, él que ha llorado muchos muertos y además los ha resucitado para que vuelvan a morirse en la noche de sus rabiosos poemas.

Creo que no hay casi poetas y él es poeta y creo que eso basta y que debiéramos dar las gracias. Me oye atento, no finge humildad ni vana modestia.

Un poeta testigo, uno que dice lo suyo y hace eco a las vivencias de todos.

Compartimos el pensamiento de que los jóvenes lo leen. Dice que los muchachos quieren oír algo verdadero, directo como una flor o el sonido de un disparo en la noche secreta.

Hablamos del tiempo, me expresa que tiene ganas de vivir, que no se siente agotado ni triste. Las durezas lo han fortalecido y dulcificado a la vez.

Eso es: Helí es un hombre fuerte y dulce a la vez. Fuera del aire me dice que me ha leído, que se acuerda de mí ensimismado, en los parques de esta ciudad que él ama y padece.

Me siento acogido, siento que existo para alguien, que esta persona pensó en mí y recibió mis palabras y me dio las suyas como el pan que endulza los días amargos.

Y agregué: ‘Helí, En la parte alta abajo es el título más bello de la poesía colombiana’. No le pido que me explique su origen. Es inteligente y sensible y por eso me apunta: ‘ni siquiera sé lo que significa, puede ser algo político o una misteriosa compensación de esas que la poesía regala’.

Quería decirle y le dije que para mí es de los pocos poetas en Colombia que dice sin ambages el erotismo, el sexo feliz y desdichado.

Le pregunto por la palabra que más ama y me dice: no podría ser otra que vida.



[También publicado en el portal UdeA Noticias]

miércoles, 5 de marzo de 2014

El dinero me huye

‘No tengo casi cosas, ni celular, ni tableta ni televisión. No me hacen falta para vivir’.

Eso me dice Gregorio Cuartas, pintor, viajero, constructor y restaurador de monasterios.

Me impresiona de él su levedad, ese fascinante desprendimiento. Es una suerte de trashumante sin equipaje, toda su vida se ha movido sin ancla ni pesos.

Su voto parece ser el de la pobreza: pero si en verdad casi nada es necesario. Me dice que alguien lo definió como un pobre con buenos amigos.
Un día, en una casita en la Toscana, tuvo un grave accidente. Se cayó de una escalera y rodó varios metros. Los costos de hospitalización fueron inmensos para sus escasos recursos.
Tiempo después y ya convaleciente alguien se le apareció y le regaló el doble de ese dinero.
Así son las cosas, dice el maestro Gregorio, no se inquieta, no tiene ambiciones, ha rechazado siempre la idea de pintar pensando en vender. ‘El que mucho pinta, mucho vende’. Él pinta más bien poco, pinta lo que quiere, lo que le dicta el corazón. Me dice riendo: ‘Carlos, a mí el dinero me huye’.
En Gregorio Cuartas van de la mano la creación y el vivencia. Pintar es un viaje, se pinta lo que se ve, lo que se ama y consiente. El del pintor es un equipaje exiguo, carga un pequeño maletín en el que lleva sus lápices y una libreta.
Qué bella imagen, me digo, cuán poco común, suele suceder que a los artistas los cerca el éxito y terminan haciendo su obra empujados por él.

Gregorio Cuartas es humilde, sencillo, austero. Me dice con risas: “Suelo ser dejadito” y me cuenta, entre alegre y tímido, que un día en el Grand Palais de París participó en una exposición de artistas extranjeros. Su espacio estaba en un rincón. 



Llegó M. Mitterrand, el presidente de entonces, a la galería, se acercó a su cuadro, lo contempló largamente. Preguntó luego por el pintor y lo buscó allí mismo para felicitarlo.
Él tenía una barba de tres días y sintió un leve pudor, que respondía más bien a la expresión de sus amigos: ‘te eligió el presidente, se fijó en tu cuadro’ cosa que él recibió con un dejo de gratitud desprendida.

Cuál no sería su asombro al enterarse que el señor Mitterrand compró la obra. Le pregunto por el motivo de ese cuadro. Su rostro se ilumina como si lo estuviera viendo. Me dice: es un paisaje como de tardes amarillas y al fondo una construcción, una especie de ínsula. 

La pintura de Gregorio Cuartas rehúye el paso del tiempo. Ama la luz, la transfiguración del día sin sombras. Todo en ella es visibilidad, contorno, nitidez. Me dice que no le gusta ni la ambigüedad ni las zonas inciertas.

La luz es para él un regalo divino. Es por eso que aprecia por encima de todos a Piero de la Francesca. Esa luz le asombra cada vez más, brota de las cosas y de los seres, es una luz natural, terrestre y acaso por eso misteriosamente divina.

Acerca de sus hábitos creadores me dice: no pinto largas jornadas, no me encarnizo ni dramatizo la disciplina. Más bien tengo épocas, cuando algo me interesa surge la fiebre. Vuelvo una y otra vez y allí donde presiento, trabajo apasionado en lo que otros se aburren.

Vive despacio, con un ritmo intenso y voraz. Como pintor es apasionado y negligente, perezoso y febril. En él lo que parece contradictorio se apacigua y amaina.

‘Yo soy lento’ me dice. Se acepta de ese modo y así responde a quienes le dicen que si se aplicara sería aún más notorio. Pero a él no le importa, lo lleva su voz, lo mueve su emoción, comprende y responde a sus altas y bajas.

Los días de un artista son su marea. Ve y se ve, estudia y no deja de intentar comprenderse. Y aún siendo valorado como es, se conserva anónimo. Aspira como Balthus a ser solo instrumento.

Su signo es la apertura. Se presta, se ofrece, se deja llevar por una ola más elevada y sutil: la esquiva belleza a la que sirve con todo su ser. Dice de ella una frase que me estremece: ‘la belleza es una caricia de Dios’.

Siento que le cabe a Gregorio Cuartas el calificativo de pintor de lo sagrado. Esa es su poética: la conexión con lo inefable, el punto de imantación del secreto. Lo espera, le sirve, se dispone. Pero sabe a la vez que no depende de él. 

Ese encuentro, anhelo de todos sus días y noches, puede darse o no y le corresponde al artista prepararse para recibir lo improbable.

Gregorio Cuartas vive hace muchos años en Paris pero no deja de venir a Colombia. Le pregunto qué le mueve a ello. Me responde que el calor, la luz, la entrañable memoria.

Como todo en él, Gregorio Cuartas es un arquitecto autodidacta. En esa condición diseñó y lideró la construcción de dos monasterios benedictinos en las montañas de Guatapé.

Pero si es como un monje, pienso yo, uno de esos ermitaños antiguos o medievales.
A la vez activo, curioso, contemplativo. Un monje que se mueve e inquiere, uno que no se detiene, uno que sabe quedarse quieto.

Me habla de Colombia, de sus viajes recientes: Santander y Valledupar y el Urabá antioqueño. Su actividad es asombrosa, lo llaman los paisajes, los amigos y familiares. Y las voces de la infancia, esa luz que la imaginación cobija y prolonga.

Le pregunto cómo se relaciona con sus cuadros. Me parece que lo cruza una curiosa tristeza. Me dice que es melancólico pero que la pintura se aviene con esa tristeza feliz.

Ama sus cuadros, los conoce, se reconoce en ellos. Me cuenta que un día, hace mucho tiempo, en sus primeros meses de incursión en Europa, andaba de un lado a otro con sus carpetas. Un día las dejó olvidadas por un momento en el techo de un auto. El auto se fue y con él sus dibujos. Inquieto se puso a buscarlos. Encontró uno de ellos en la vitrina de un almacén de arte a pocos metros de allí.

Se emocionó. El administrador le dijo: ‘nos gusta su pintura, el dueño tiene el resto de los dibujos y quiere exponerlos’.

Le tiento al final con esta pregunta: quién quisiera que estuviera aquí con nosotros. 

Sin dudarlo y con una chispa de felicidad, como si imaginara que podíamos pasar de la invocación a la presencia, me dice: querría que viniera Piero de la Francesca, acaso para que me diga que estoy equivocado en lo que pienso y así me encaminara por esa luz suya que cuida los seres.



[Publicado también en el portal UdeA Noticias]