martes, 4 de febrero de 2014

Revistas

Corrientes de ideas, pensamientos ávidos de interlocutor, propuestas: todo ello convive en las revistas de la universidad.

Y en todas ellas personas, hombres y mujeres que buscan, se mueven, se enfrentan a la verdad y las dudas. Un juego, un riesgo, una aventura.

Pensar en soledad y también en grupo. Lo que está en la mente es el ansia de empujar los límites, ir un paso más allá, vencer las barreras.

El miedo de la academia, su demonio, son los saberes que se estratifican. La conformidad, la marea quieta, las idolatrías. Ella quiere siempre otra cosa, poner a prueba, retar, licuar el estado sólido.

Todo ello en medio de la dificultad. Si es un juego lo es por su alta exigencia. La academia no quiere cambiar por cambiar, sabe lo que ha costado llegar a ciertas cimas y por eso las acoge y respeta.

Pero a la vez está destinada a ponerlas a prueba. No hay que olvidar el koan zen: cuando llegues a la cima de una montaña sigue subiendo.

La verdad misma quiere eso. Guarda en su nuez el germen de la inquietud, siendo como es lo menos acomodado que se pueda imaginar.

Es ella la que sirve de acicate a sus pretendientes. Insinúa, se muestra, seduce, se abisma a sí misma y pone a prueba a sus indagadores. Por eso el trato con ella es como un amor que no se reduce a conquistar. 

El amante y la amada se reclaman uno al otro el derecho a ir cada uno por su lado más lejos.

La verdad es un lugar de tránsito, una incitación al salto, un punto de inflexión. En la universidad hay un descontento feliz, nos jalona una insatisfacción alegre y sin pausa. Acá no llegamos nunca, lo nuestro es un viraje perpetuo.

Y las revistas registran ese pulso, ese ritmo, esa intensidad. Por eso no se reducen a mostrar resultados, no son arrogantes sino papeles sensibles a las ondulaciones. Allí se marcan los trazos de nuestros latidos espirituales.

Las revistas son puntos de cruce. En ellas nos topamos unos con otros y cada uno consigo. Las disciplinas se miran en esos espejos pero también escuchan allí la voz de sirena que incita, una respiración provocadora y llena de enigmas.

Por eso resulta tan importante que haya revistas. Es una manera ejemplar de tomarnos en cuenta unos a otros. No concibo académicos que no lean el pensamiento de sus compañeros. Esa sería una negligencia imperdonable.

Todavía recuerdo la felicidad que me produjo la aceptación de un primer artículo mío en una revista. Me sentí acogido, respetado, tomado en cuenta. Presentí que algo mío podía llegar a otras personas y hacer el viaje de la escritura por las provincias de las inteligencias.

Si bien prefiero los libros (qué falla que en la academia se los valore cada vez menos, dicen que no dan casi puntos), quizás por las disciplinas en las que me muevo, o tal vez por la longitud de mi onda espiritual, no dejo de reconocer que las revistas son fascinantes por acoger el pensamiento breve, la erupción de una ocurrencia, el despliegue de un experimento provisional. El libro es más lento, pesado, de largo alcance. El artículo de revista es impulsivo, parcial, ligero. Es un sismógrafo de las intensidades intelectuales.

En las revistas nos vemos, discutimos, disfrutamos los logros de nuestros contemporáneos. La tribu de los pensadores, la familia de los investigadores, el grupo de los audaces exploradores y creadores, se encuentran allí, se escuchan, comparten sus retos.

Creo que hay pocos espacios más acordes a una comunidad académica que las revistas. Eso hay que aprovecharlo, las revistas se esperan como pregones, giros inesperados, anuncios de buenas primicias. 

Las revistas son la alegría de la universidad. Acompañamos la aparición de cada número con fruición y curiosidad amistosa. Nos recuerdan que lo esencial no es competir sino ir juntos, cada uno por su lado, acogiendo los pasos que dan los otros. 

Es bueno saberlo y no dejarse arrastrar por la simpleza de que son meros depósitos de lo ya sabido destinados a hacer puntos. El único punto que importa es el que cada uno traza para que otro lo vuelva una huella.

Sé que hay académicos que toman con desdén lo que sus colegas escriben. Al pensar y actuar así se ignora algo esencial: que apartamos en compañía las mismas tinieblas, que nos cruzamos en las mismas encrucijadas. Y en esos puntos ciegos lo que ayuda es la entereza compartida, la disposición a atenuar con la sed propia la sed ajena.

Importa que nos prestemos atención, una sociedad de conocimiento que agrega a la curiosidad respeto y afecto está no solo destinada al logro de sus objetivos sino a la lucidez que permite vencer los abusos con que nos acosa la patética ley del dinero.



[También publicado en el portal UdeA Noticias]

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