martes, 4 de noviembre de 2014

Saúl

Yo me pregunto: dónde van los recuerdos cuando asoma la muerte. ¿Y es que acaso van a alguna parte? Presumimos que no, ahora que creemos que morir no es un irse.
Pues no hay sino aquí, y no es vivir un ir pasando. Sería ya hora de decidir volver.

Hacerse un sitio, abrir espacio, darle lugar a todo.
Está el recuerdo. Comprendemos que vivimos dos vidas, la que llevamos y la que nos lleva. Ellas se nutren, se dan una a otra luz y cobijo.
Por el recuerdo nunca estamos solos. O más bien valdría decir, es bueno estar solo para dejarse poblar y llamar y encontrar.

El recuerdo es un acuerdo. Entre dos como mínimo, para vencer a la muerte o reducirla.

Pues el recuerdo es un resucitar. Esa maravilla nunca se agota, no vive de nosotros sino en nosotros. Acaso por mis años me he vuelto sensible a eso: recordar es vivir, intensificar la existencia, purificarla.


Se recuerda con todo el cuerpo. Proust decía que los pequeños dolores anuncian recuerdos. Una posición inhabitual trae consigo una imagen, alguien, algo. Y es allí, en ese momento, cuando uno se puebla.

Si Dios existiera diría que su mayor don es el recuerdo: dos vidas juntas, la una espejo para la otra. Una vida para hallar y otra para reconocerse.

No deja de conmoverme que pueda volver a ver a alguien. El tiempo se pierde inexorablemente, la muerte lo atrae. Y de pronto, milagro, el recuerdo le cobra a la intrusa su terrible osadía.

Y volvemos por él a nacer. Más no en soledad sino con otro, pleno y completo, mejor aún, inmortal.

El recuerdo nos devuelve a los otros en su sustancia. Eso creo, en eso pienso. Ahora que acabo de regresar del encuentro dedicado a Saúl. Lo organizó la Universidad, para la familia y los amigos. 

Y lo volvimos a tener. En el evento hubo palabras, gestos, silencio. Y también las imágenes de Saúl, sus palabras escritas y su rostro. 

Y mientras otros lo traían me dejé llevar por mis recuerdos. Para anteponer algo mío, un muro frágil. 

Saúl Sánchez fue profesor mío. Así me gusta decirlo, pues no solo asistí a algunas de sus clases sino que ellas me despertaron. 

Era un tiempo en que en la Universidad se estudiaba marxismo. Con una forma que poco leía.Y en un ambiente así llegó Saúl. Él se definía a sí mismo como lector. 

Aquellos escritos en que temblaba la pasión y rebosaba la inquietud, eran devueltos por él a la serenidad y el enigma. 

Empezaba a leer y las frases se iban desnudando, como si recuperasen su parquedad y aquietasen su aliento.

Entonces la clase se demoraba, el ambiente se empobrecía. Y me gusta eso de la pobreza. Pues lo escrito no decía sino lo que decía. 

Saúl no daba lugar a entusiasmos ligeros. Todo era sigilo, concentración, el suyo era un magisterio del ver y el oír. Como si los pensamientos pidiesen ser sentidos.

Fuera quedaban los sentimientos, las pasiones, las emociones, los propósitos, las intenciones. Saúl decía que todos eso ponía anteojeras. Los sentidos aguzados, casi neutros, daban a ver entonces un sentido. 

Recuerdo que el paso de Saúl por esa cátedra fue efímero. Pudo más el enardecimiento. Lo que propuso leer fue la Introducción a la crítica de la economía política de Marx. Avanzamos unas cuantas páginas. De la mano de Saúl la lectura era lenta, minuciosa, paciente. 

A mí Saúl me enseñó a leer. Hoy escuché a varios de sus amigos decir lo mismo. Con él se trataba de aprender eso. ¿Qué era eso? Ahora lo comprendo: no otra cosa que una reverencia, un respeto, una atención. 

Merece la pena aprender a sentir. Y quizás a partir de allí comprender. La suya era una inteligencia sensible, y quizás por ello tan amorosa. 

Leer es recordar, el recuerdo es una lectura. Y todo el tiempo y por doquier llegan signos.

Como me llegan ahora a mí. Casi no fui amigo de Saúl, pero ahora sentí, como un ademán del recuerdo, la nostalgia de no haber estado más cerca suyo. Pues pasa eso con el recuerdo. Uno lamenta no haber tenido más tiempo. Para escuchar. Y responder, y preguntar otra vez.

El recuerdo abre de nuevo la pregunta. Y leo en mí y me inquieto. Siento tristeza por la muerte, me somete a no volver a oír. Y si los muertos oyeran, le pediría a Saúl que me oiga cuando le digo, te extraño, hoy sentí la saudade de no haber podido estar más cerca tuyo.




In memoriam, Profesor Saúl Sánchez Giraldo


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martes, 14 de octubre de 2014

Rector

Pensamos en alguien que tenga especial respeto por las palabras. Uno que las estime, las venere, alguien que sepa que con ellas vienen siempre hombres.

Y con los hombres alientos y voces. Personas cada una de ellas con un solo rostro y aires variados.

Alguien que sepa que hay que cuidarlas, atenderlas. Leer en ellas dónde va el hombre.

Alguien que vaya tras ellas, las recoja, las traiga. Las palabras no se pueden ir de la Universidad.

Menos aún fascinadas por lenguajes expertos, palabras fabricadas que suenan ajenas.
El peligro es la especialización, el artificio, lo exótico.

El pensamiento tiene que decir lo nuevo en palabras de todos. Aún las fórmulas y los números que son la memoria más antigua, la sencillez espléndida a la que responde lo abierto.

Un rector atento. Que ame escuchar, que se juegue sus días en comprender y así responder. Uno que no desdeñe exponerse, que no relegue el encuentro con las personas, esas palabras vivas, esas presencias curiosas e inquietas.

Alguien que no se abrume entre papeles. La letra fría de resoluciones y acuerdos.
Alguien que escriba la esperanza de todos. Que escriba, la rectitud del rector es su letra, su respiración.

Que uno le crea cuando invoque palabras extrañas. Que hable en otras lenguas, alguien culto y sensible, lector infatigable, inquieto hacia todos los saberes. Es su manera de acoger, recibir lo diverso. Alguien que dé la sensación de universo.

Que si dice innovación atraiga lo tradicional y le invite a dar un paso. Con la seguridad de que no será un salto al vacío.

Que cuando diga investigación sea porque se ha quemado las pestañas. Ha estudiado, le ha dolido, sabe y expresa lo que ha vivido por años.

Ese inspira respeto. Desde su alma de académico activo acogerá estudiantes, discernirá con sus colegas, se abrirá ante auditorios exigentes.

Ese rector nos hará sentir alegría: qué bien habla, qué certeramente se expresa. Sabe extraer su visión de su académica poética.

Pues la Universidad es una poética. Acaso más que una política que resulta más bien subsidiaria. Poética de aquel que cree que las palabras son fines y las frases puntos de imantación.

Alguien comprometido con la idea de que hay que saber y discernir, atreverse a pensar y desde allí inventar, innovar, crear.

No puede ser alguien que se canse oyendo, que no le gusten los auditorios. Qué falta hacen directivos académicos por todas partes. Abriendo círculos, recreando la conversación en todas las mesas.

Hasta ahora, los rectores conversadores brillan por su ausencia. No les gusta casi dialogar o si lo hacen es con libreto. O no tienen tiempo. Qué bueno sería un rector que tuviera tiempo. Uno que no se deja absorber por el lobby.

Cercano a la gente. Cálido en sus maneras y dulcemente expresivo. Un rector serio, aplicado, exclusivo. Que esté más aquí, porque con todo y que la universidad está en todas partes, está sobre todo donde respira, cerca al corazón, dentro de su ciudad y sus aulas.

Casi nadie sabe lo que hace un rector. No hay una pedagogía de eso. Ese saber se muestra cuando el rector actúa de cara a la gente. Ese rector no sentirá pena de vacilar, equivocarse ante los otros. Pensará en voz alta, arriesgará sus ideas. Y con los otros construirá decisiones.

Será frágil, dará la imagen de estar vivo. Reirá, asentirá, discutirá. Todo entre los otros. Estará dispuesto a corregirse ante ellos. 

A todos nos dará gusto pronunciar su nombre. Queremos un rector a quien provoque llamar. Con la certeza de que responderá, no se esconde detrás de nadie, no se evadirá en una máscara.

Ser rector, más que una investidura es una postura, para mostrarse, ser reconocido.
Podremos entonces señalar con el dedo. Decir, es él, y acercarnos, infundirá cariño y confianza, nadie se atreverá a intimidarle. 

Alguien que salude, alguien que dé la cara. Uno que diga, estoy aquí, en este mi cuarto de hora. Tendrá su tiempo para entregarlo a los otros y en todo lo que haga dará las gracias.


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viernes, 25 de julio de 2014

Víctimas

Dicen, mencionan víctimas. Y en lo que hablan y escriben, casi ni hay una sola persona.

Ningún trazo, rostro, respiración. Ni una sola palabra. De esas que traen consigo la desesperación o la pena.

Para acogerlas habría primero que aprender a escuchar. Lo que tienen que decir, lo que temen repetir por temor a que vuelva.

Sería necesario alguien. Uno o varios. Algunos dispuestos a admitir, recoger, asistir. Darle oídos a la asfixiante desgracia.

Uno querría que callaran los que se refieren a ellas como algo sabido. Las víctimas son seres extraños. El sufrimiento se ha ensañado con ellas. Las ha estrujado hasta enrarecerlas y volverlas ajenas.

De su execrable selección nada sabemos. Los motivos nos resultan ocultos. No hay aritmética ni ley de las probabilidades. La intrusa es astuta, impredecible, despiadada. Elige por maligna a los seres más vulnerables.

Pero las víctimas se mantienen despiertas. Tocan nuestra puerta. Para decirnos, estamos aquí, somos de aquellos que todavía respiran. Piden nuestra atención. Exigen pasión a nuestra inteligencia amañada.

Por sobre todo quieren ser acogidas. Traen una palabra errante. Nombres. Desesperación. Hechos sin dirección y sin remo. La hora de la erupción y el zarpazo. Aquel rostro feroz y ceñudo.

Una mirada. Un grito. Un empujón. Una mano pequeña se suelta. No volverá ya más. Una cara golpeada se apaga.

Es hora de salir. Correr. Saltar. La tierra se abre. La casa cae sobre tantas cabezas. Noche y más noche. Bajezas y tratos escuálidos.

Pero qué hice yo. Para llegar de golpe a hallarme en el lodo. Hijo y madre y hermano. La víctima ha puesto sus ojos en el más negro infierno. Lo que vio no le dejará acariciar ya nada.

Terrores y sangre. Sed amarga y sequía. La ignominia. La violación. Ferocidad del hombre sobre inermes criaturas.

Nada puede explicar. Para hablar con ellas hay que aprender a seguir su respiración. El camino a la misericordia exige seguir su aire hasta el miedo.

Lo más indigno es ser frívolo. El dolor solo resuena en la respiración compartida. Cualquier palabra fría, objetiva, lo ahoga y apaga.

Una comunidad de aprendices del dolor. Cada uno lleva su parte. Y todos arrastramos el peso de una crueldad que no cesa.

Es eso. Lo que a uno le pasa sin merecerlo. La mano que humilla. El golpe que borra. Apenas entendemos tanta sevicia.

Para respirar estos tiempos hay que comprender y a la vez oponerse. La crueldad es intolerable. Absurda. Terriblemente abyecta.

Ante la inmensidad del sufrimiento, hay que aprender a exhalar. Aspirar. Expandir los pulmones.

Ponerse a oír. Palabras que vienen del fango. Los desnudos sonidos de labios sin eco.

Lo que nos pasa es una penosa tragedia. No sabemos nada. Es imposible imaginar. La noche de las piedras. El fuego. Cuchillos. La atrocidad de las torturas no deja ver el día.

Que le pase a alguien semejante a nosotros. Sumido en la oscuridad de acciones infames. Es mi prójimo. Mi hermano. El desolado. El asolado. El amarrado a ciegas cadenas.

Escuchar. Palabras que vienen de la noche más honda. Las tristes palabras de la hora tristísima. Frases sin país y sin techo. No quiere irse de nosotros el “tiempo de los asesinos”.


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viernes, 23 de mayo de 2014

Calidoso

No me cabe en la cabeza que un hombre prenda fuego a otro hombre. Esa pira no brilla ni calienta. Ese furor reniega y delira. Ardo en mí de rabia y desconsuelo.

He querido saber quién era él, de dónde venía, intento retener su nombre pero no puedo. 

Solo pienso en la forma en que lo llamaban. Calidoso. Dicen que era afable, humanitario, dulce.

Calidoso de calidad, de cualidad. La cualidad, la virtud, la vida que respira y resplandece.

En el frío de una noche sin alma, un silencio al acecho, el calidoso fue rociado con gasolina y ardió. Puso a sonar su grito en el estupor de los vecinos. Nadie pudo hacer nada, agonizó y gritó, el fuego se apoderó de su alma. El padeció hasta en extremo 
dolor.

No logro entrar en su imagen, algo me frena, una fuerza espantosa me separa. Siento rabia, me estremece la impotencia.
Cómo puede ser, que lo hayan quemado, el fuego desalmado de una cerilla. Y su agonía sin luz, su dolor sin compasión y sin manos.

Nadie pudo hacer nada, nada puede nada. Unos hombres y otros, si esto es un hombre, un acecho, una crueldad, el mal que merodea y clama al cielo.

Pero el cielo parece estar vacío, nadie responde, nada atiende. Nos dan la espalda y los hombres en desamparo nos aterramos, nos humillamos.
Los conocidos se duelen, los que lo conocieron claman y reclaman. Un terror así no tiene corazón.
De alma en alma esa ignominia ofende y es inútil tratar de entender. No hay ciencia ni hay conciencia.
Al calidoso lo quemaron en una noche helada en Bogotá, en el borde de un caño.

Nadie vio nada, ninguna persona sabe nada. Un amigo de la calle oyó cómo gritaba.

Su hermanito gritaba mientras ardía. Era un fuego, una llama imposible, un nudo de desespero y horror.

En la agonía preguntó por su mascota. También quemada. Era su hermana, su compañera, su sombra. El amigo no se atrevió a decirle que el destino de ella había sido el mismo.

Quemar un hombre, lanzar una piel a la ceniza y espanto. Qué nos sucede, quiénes somos, por dónde pasamos.

Quién nos arrojó en este bosque de sangre. Me da vergüenza, me duele ser hombre. 

Siento culpa de esto, de este horrible fuego. Los días aquí encierran y ahogan.

Los muchachos de la universidad vecina lloran al calidoso. La bondad de esos muchachos es un consuelo. Los estudiantes abren los ojos y se inquietan y hablan.

Dicen que no es posible, que es irresistible, inútil tratar de entender. Queda reaccionar, ¿pero dónde? Decir algo, ¿pero a quién?

No me atrevo a decir nada, se me apagan las palabras, me hundo en esa candela, me traga el fango de ser hombre.

Ese hombre me mira, nos mira, su grito estremece. Pero no respondemos. Apenas vivimos y nada sabemos.

Quien lanzó esa cerilla, ¿de qué está hecho? Desde la muerte esos ojos reclaman, su aliento devastado. 

Nadie merece sufrir así. Pero si los hombres han perpetrado siempre hogueras para los hombres.

Quisiera apartar la mirada. Pero no sé si quede dónde mirar. No quiero nada, no me apetece nada.

Mis clases en estos días han sido estupor. Me da vergüenza mirar a los ojos a los estudiantes. ¿qué puedo decirles? ¿qué frases que expliquen, apacigüen, enciendan alguna esperanza?

Me siento herido, desalentado. Ese crimen es la tapa. Y saber que todos los días arde alguien.

Quisiera un poeta capaz de decir algo.

Acaso el calidoso era al que menos le tocaba. Vulnerable como era, frágil hasta la médula, desnudo en su pureza de expatriado. 

El calidoso desamparado arde en la pira de tanta desidia e insensatez.




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martes, 11 de marzo de 2014

'En la parte alta abajo'

Hoy con Helí Ramírez volví a creer en la amistad. Desde el saludo saltó el magnetismo. El solo uso de la expresión “y qué más…” me hizo pensar en una continuación, como tomar el hilo y seguirlo tejiendo.

Llegamos el poeta y yo a la cabina de grabación conversando. De no ser por los protocolos normales hubiera sido seguir, ir de allá para acá, dando tanteos con las palabras.

Introduje el programa con un poema suyo que habla del barrio de su infancia en Castilla. Conmovedor para mí, un poema pintado, una visión de barrancos y techos y calles.

La de Helí Ramírez es una voz contundente y escueta. No finge nada, no presume, no sienta cátedra. Hablamos de su niñez y me dice, con un tono entre íntimo y sosegado: soy un desplazado de la violencia, y me regala generoso el inventario de sus muertos: su padre y el padre de su padre y su tío, todos ellos borrados por la insaciable violencia.

Le pregunto por la escuela y me responde sin dudarlo: no fui feliz en la escuela, no había maestros ni comprensión ni indulgencia. Nada de nada, ausencia de todo, negación, abandono.

Helí se refugió temprano en los libros, fueron para él un consuelo. Me habla con amor de las bibliotecas públicas, la Piloto, la de la UdeA, espacios que habitó y en los que halló voces, seres de papel reales y ciertos.

Le menciono entonces la escritura. Helí se ilumina, como si tocara la pulpa de la conversación. Escribir, anotar, me confiesa que siempre pedía a su madre un cuaderno de más y era allí donde marcaba su rumbo.

El poeta no tenía a quien confiar lo que escribía, sus amigos los halló en la cancha y era en ella donde pasaba todo: la emoción de las jugadas y también el brillo oscuro de una intensidad acechante y despierta.

En las pinturas de Fredy Serna, amigo y compañero de Helí, ese valor de la cancha está maravillosamente pintado. De la cancha a la calle, de allí a la traba, los rincones para el erotismo y el riesgo.

Por fortuna, me dice, un día encontró amigos que lo escucharon y sintieron de inmediato el arañazo de su poesía.

Sus palabras son cuchillos, sus versos espejos, sus poemas ventarrones que arrasan los techos.

La poesía da a ver y libera. Los poemas son para hacer algo, empujar las palabras, despojar las mentiras, arrimarse al abismo de una vida arrojada.

La poesía de Helí Ramírez es atrevida, desnuda, irreverente, santa, hereje. No habla para complacer, destruye y luego crea.

Pienso todo eso mientras lo escucho. Si bien no habla como escribe su respiración es la misma. Es un poeta, es lo que yo pienso y siento la dicha de encontrarme con uno.

Le digo eso y olvidando que estamos en la radio le digo mis muertos: mi hermana y mi padre y mi primera novia y un amigo.

Es como si quisiera que me consolara, él que ha llorado muchos muertos y además los ha resucitado para que vuelvan a morirse en la noche de sus rabiosos poemas.

Creo que no hay casi poetas y él es poeta y creo que eso basta y que debiéramos dar las gracias. Me oye atento, no finge humildad ni vana modestia.

Un poeta testigo, uno que dice lo suyo y hace eco a las vivencias de todos.

Compartimos el pensamiento de que los jóvenes lo leen. Dice que los muchachos quieren oír algo verdadero, directo como una flor o el sonido de un disparo en la noche secreta.

Hablamos del tiempo, me expresa que tiene ganas de vivir, que no se siente agotado ni triste. Las durezas lo han fortalecido y dulcificado a la vez.

Eso es: Helí es un hombre fuerte y dulce a la vez. Fuera del aire me dice que me ha leído, que se acuerda de mí ensimismado, en los parques de esta ciudad que él ama y padece.

Me siento acogido, siento que existo para alguien, que esta persona pensó en mí y recibió mis palabras y me dio las suyas como el pan que endulza los días amargos.

Y agregué: ‘Helí, En la parte alta abajo es el título más bello de la poesía colombiana’. No le pido que me explique su origen. Es inteligente y sensible y por eso me apunta: ‘ni siquiera sé lo que significa, puede ser algo político o una misteriosa compensación de esas que la poesía regala’.

Quería decirle y le dije que para mí es de los pocos poetas en Colombia que dice sin ambages el erotismo, el sexo feliz y desdichado.

Le pregunto por la palabra que más ama y me dice: no podría ser otra que vida.



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miércoles, 5 de marzo de 2014

El dinero me huye

‘No tengo casi cosas, ni celular, ni tableta ni televisión. No me hacen falta para vivir’.

Eso me dice Gregorio Cuartas, pintor, viajero, constructor y restaurador de monasterios.

Me impresiona de él su levedad, ese fascinante desprendimiento. Es una suerte de trashumante sin equipaje, toda su vida se ha movido sin ancla ni pesos.

Su voto parece ser el de la pobreza: pero si en verdad casi nada es necesario. Me dice que alguien lo definió como un pobre con buenos amigos.
Un día, en una casita en la Toscana, tuvo un grave accidente. Se cayó de una escalera y rodó varios metros. Los costos de hospitalización fueron inmensos para sus escasos recursos.
Tiempo después y ya convaleciente alguien se le apareció y le regaló el doble de ese dinero.
Así son las cosas, dice el maestro Gregorio, no se inquieta, no tiene ambiciones, ha rechazado siempre la idea de pintar pensando en vender. ‘El que mucho pinta, mucho vende’. Él pinta más bien poco, pinta lo que quiere, lo que le dicta el corazón. Me dice riendo: ‘Carlos, a mí el dinero me huye’.
En Gregorio Cuartas van de la mano la creación y el vivencia. Pintar es un viaje, se pinta lo que se ve, lo que se ama y consiente. El del pintor es un equipaje exiguo, carga un pequeño maletín en el que lleva sus lápices y una libreta.
Qué bella imagen, me digo, cuán poco común, suele suceder que a los artistas los cerca el éxito y terminan haciendo su obra empujados por él.

Gregorio Cuartas es humilde, sencillo, austero. Me dice con risas: “Suelo ser dejadito” y me cuenta, entre alegre y tímido, que un día en el Grand Palais de París participó en una exposición de artistas extranjeros. Su espacio estaba en un rincón. 



Llegó M. Mitterrand, el presidente de entonces, a la galería, se acercó a su cuadro, lo contempló largamente. Preguntó luego por el pintor y lo buscó allí mismo para felicitarlo.
Él tenía una barba de tres días y sintió un leve pudor, que respondía más bien a la expresión de sus amigos: ‘te eligió el presidente, se fijó en tu cuadro’ cosa que él recibió con un dejo de gratitud desprendida.

Cuál no sería su asombro al enterarse que el señor Mitterrand compró la obra. Le pregunto por el motivo de ese cuadro. Su rostro se ilumina como si lo estuviera viendo. Me dice: es un paisaje como de tardes amarillas y al fondo una construcción, una especie de ínsula. 

La pintura de Gregorio Cuartas rehúye el paso del tiempo. Ama la luz, la transfiguración del día sin sombras. Todo en ella es visibilidad, contorno, nitidez. Me dice que no le gusta ni la ambigüedad ni las zonas inciertas.

La luz es para él un regalo divino. Es por eso que aprecia por encima de todos a Piero de la Francesca. Esa luz le asombra cada vez más, brota de las cosas y de los seres, es una luz natural, terrestre y acaso por eso misteriosamente divina.

Acerca de sus hábitos creadores me dice: no pinto largas jornadas, no me encarnizo ni dramatizo la disciplina. Más bien tengo épocas, cuando algo me interesa surge la fiebre. Vuelvo una y otra vez y allí donde presiento, trabajo apasionado en lo que otros se aburren.

Vive despacio, con un ritmo intenso y voraz. Como pintor es apasionado y negligente, perezoso y febril. En él lo que parece contradictorio se apacigua y amaina.

‘Yo soy lento’ me dice. Se acepta de ese modo y así responde a quienes le dicen que si se aplicara sería aún más notorio. Pero a él no le importa, lo lleva su voz, lo mueve su emoción, comprende y responde a sus altas y bajas.

Los días de un artista son su marea. Ve y se ve, estudia y no deja de intentar comprenderse. Y aún siendo valorado como es, se conserva anónimo. Aspira como Balthus a ser solo instrumento.

Su signo es la apertura. Se presta, se ofrece, se deja llevar por una ola más elevada y sutil: la esquiva belleza a la que sirve con todo su ser. Dice de ella una frase que me estremece: ‘la belleza es una caricia de Dios’.

Siento que le cabe a Gregorio Cuartas el calificativo de pintor de lo sagrado. Esa es su poética: la conexión con lo inefable, el punto de imantación del secreto. Lo espera, le sirve, se dispone. Pero sabe a la vez que no depende de él. 

Ese encuentro, anhelo de todos sus días y noches, puede darse o no y le corresponde al artista prepararse para recibir lo improbable.

Gregorio Cuartas vive hace muchos años en Paris pero no deja de venir a Colombia. Le pregunto qué le mueve a ello. Me responde que el calor, la luz, la entrañable memoria.

Como todo en él, Gregorio Cuartas es un arquitecto autodidacta. En esa condición diseñó y lideró la construcción de dos monasterios benedictinos en las montañas de Guatapé.

Pero si es como un monje, pienso yo, uno de esos ermitaños antiguos o medievales.
A la vez activo, curioso, contemplativo. Un monje que se mueve e inquiere, uno que no se detiene, uno que sabe quedarse quieto.

Me habla de Colombia, de sus viajes recientes: Santander y Valledupar y el Urabá antioqueño. Su actividad es asombrosa, lo llaman los paisajes, los amigos y familiares. Y las voces de la infancia, esa luz que la imaginación cobija y prolonga.

Le pregunto cómo se relaciona con sus cuadros. Me parece que lo cruza una curiosa tristeza. Me dice que es melancólico pero que la pintura se aviene con esa tristeza feliz.

Ama sus cuadros, los conoce, se reconoce en ellos. Me cuenta que un día, hace mucho tiempo, en sus primeros meses de incursión en Europa, andaba de un lado a otro con sus carpetas. Un día las dejó olvidadas por un momento en el techo de un auto. El auto se fue y con él sus dibujos. Inquieto se puso a buscarlos. Encontró uno de ellos en la vitrina de un almacén de arte a pocos metros de allí.

Se emocionó. El administrador le dijo: ‘nos gusta su pintura, el dueño tiene el resto de los dibujos y quiere exponerlos’.

Le tiento al final con esta pregunta: quién quisiera que estuviera aquí con nosotros. 

Sin dudarlo y con una chispa de felicidad, como si imaginara que podíamos pasar de la invocación a la presencia, me dice: querría que viniera Piero de la Francesca, acaso para que me diga que estoy equivocado en lo que pienso y así me encaminara por esa luz suya que cuida los seres.



[Publicado también en el portal UdeA Noticias]

martes, 25 de febrero de 2014

Esa es la realidad

Me disponía a hablar con un meditador. Lo había leído pero hablar frente a frente es otra cosa. Tenía curiosidad y pudor y algo de nervios.

Alto, delgado, silueta que al caminar algo se inclina. De inmediato la simpatía, la acogida, la dulzura en el tono. Y de entrada una sonrisa amplia, desprevenida, sin doblez.

No exenta de una cierta malicia. Una sonrisa pura pero no vacía o hueca, por el contrario, llena de una cierta luz, como si me advirtiera, ‘no sabes lo que te espera, acepté pero estoy dispuesto a hablar con libertad, sin callarme nada’.

Pero no amenazante. Más bien una sonrisa cómplice, del que invita a jugar y promete que saldré ileso. Sonrisa de alegría real, satisfecha.

Me detengo en la sonrisa porque es el rasgo que me regaló de entrada, me hubiera bastado con ella, sentí que se me daba ahí completo, que ya lo conocía y me desbordaba. Su magnanimidad, su ser legible, su acento pleno y acorde.

No es común conocer a alguien íntegro. El Padre Hernando Uribe, carmelita descalzo, es así, lleno sin desbordamiento, contenido en su vibración, discreto en su brillo, apacible en su turbulencia.

La proximidad de un místico me perturbaba. Pero su cumplida atención disolvió de golpe las barreras. Lo admiré más pero ya sin devoción ni distancia.

Llegar hasta Monticello, la casa de los Carmelitas descalzos en Medellín, supuso vencer pequeños obstáculos. Las calles de acceso están por estos días cerradas. Para romper el hielo le dije al padre Hernando: no fue fácil llegar hasta aquí. Me sorprendió diciendo: lo de Space, lo de Interbolsa, son dos signos de nuestra idiosincrasia: nos devora la ambición, la codicia, la esclavitud hacia el dinero.

Y me contó que le habían pedido para la conmemoración de los 100 años de la SAI (Sociedad antioqueña de ingenieros) un escrito suyo. Fue por el libro, me dio a leer la página. En ella el Padre Uribe desarrolla esa idea de la idiosincrasia, denuncia el atropello de las construcciones, dice que los cerros del Poblado se convirtieron, por gracia de la voracidad de los constructores, en el tugurio más grande de América latina.

Extraño místico, pensé, entre sorprendido y maravillado. Imaginé encontrar en él un ser desapegado, flotando en su meditación, un poco indiferente a las cosas del mundo. Algo le dije que lo llevó a responder: amo las cosas de este mundo, todas las cosas, lo maravilloso y lo pequeño, todas y cada una de las criaturas.

Por sobre todo el ser humano, complejo, misterioso, contradictorio. Inclinado al bien y al mal, moldeado y desbordado por el amor.

El Padre Hernando Uribe habla con ilación cortante, deslumbrante vivacidad, destellos de inteligencia superior. No se deja llevar por el entusiasmo, no se arrebata de pasión. Su habla es una “llama de amor viva”.

Discurre, piensa, no titubea. Su palabra es tranquila, la lleva su respiración, “casa sosegada”. Hablamos de la bondad, de Dios, de las palabras, don maravilloso e inagotable.

Fija su atención en lo que nos pasa, deja ver su preocupación por el olvido de lo esencial. El vértigo no nos deja ver ni oír ni entender. Me sorprende con este pensamiento: vamos hacia la infancia, cada hombre tiene que llegar al niño que le espera: la luz, la desnudez, el misterio.

Está convencido de la nuez del misterio y del destino del hombre con él. Por momentos me da brega seguirle, me quedo en las palabras que va pronunciando y ya están allí otras, igual de intensas y claras. Pero, de pronto, dejo de preocuparme por eso, cada palabra suya, cada frase, me envuelve, me lleva.

Ya no es asunto de comprender sino de prenderse y me prendo y aprendo y me desprendo y me voy dejando ir, llevado por su sabiduría, su seguridad, su sosiego.

Quizás fue eso lo que se me fue dando: un misterioso sosiego, nada sobrenatural, una serenidad de este mundo, que sale de las cosas de esta vida. La vida, el don de la vida. El Padre Hernando Uribe dice que cada uno llega a su límite completo.

Y pensé: es un místico: elemental, casi simple, mientras habla va desnudando instantes. El tiempo, no el sentimiento de la brevedad ni la caducidad. La eternidad aquí, hecha de las cosas y los seres: miedos, fatigas, esperanzas.

El Padre Hernando Uribe no prescinde de nada, no tiene que negarse ni abandonarse, ni dejarse solo. Está poblado. Habla de Space y de Dios, de la malicia paisa y de la luz, de la bandeja paisa y del alimento espiritual.

Todo con todo, él entre todo, todo en él sin ansiedad ni nostalgia. Es un místico de un instante cualquiera.

Le pregunto por los libros, su escritura y lectura. Me ha sorprendido en sus artículos su trato vivo con los poetas. Él insiste, me dice: Carlos, lo que importan son los hombres, usted es profesor, no olvide nunca eso: el trato, la amistad.

Lo que inquieta es el hombre, terrible, preciosa criatura. Me fascina que me diga Carlos, le agradezco ese gesto y él me dice, el nombre es una ventana para mirar a las otras personas, con discreción pero a la vez con fuerza, como un viento fino y cortante.

Dice que cada uno es llamado por su nombre y que el ruido no deja oír. Dice que ese llamado viene de adentro. Uno se llama a sí mismo, alguien lo llama a uno desde uno. No sabemos quién es pero cada uno tiene ese llamado, esa llama.

Caigo de pronto en cuenta de algo: el Padre Hernando Uribe termina cada párrafo de nuestra conversación con una frase: la realidad es esa. No es una muletilla, pienso. 
Es algo maravilloso, un gesto de devolver la palabra, sin ínfulas ni énfasis

Es como si me dijese, ‘le devuelvo las palabras ahí las tiene, espero no haberlas maltratado’. Pero también: ‘le devuelvo la realidad a la que esas palabras visitan.

Creo que esa es la realidad, espero no haberla deformado, es lo que nos pasa, decimos cosas y la realidad se oscurece’. Pero también: ‘mientras hablamos la realidad va con nosotros, flotamos en ella, estamos juntos ahora, conversar es convivir, intensificar la realidad, estar juntos dentro’.

No podía despedirme de él sin preguntarle por San Juan de la Cruz. Su rostro se ilumina, con palabras un poco más rápidas me dice: es un prodigio, y me habla de la pobreza, la lucidez, la intensidad, la sencillez. Todos ellos dones de un hombre excepcional, uno que fue llamado, alguien que responde por su nombre.

San Juan de la Cruz ha sido para mí el poeta de los poetas. Le digo eso. Y él de pronto, con una naturalidad y una dulzura de fuente, me entrega, me regala unos versos del Cántico espiritual. Su voz se torna más dulce, casi apagada. Es así como debe decirse la poesía, con pobreza, sin elocuencia.

Habitado por esos versos, el Padre Hernando Uribe se muestra como el hombre más sencillo y verdadero que he conocido.

Esos poemas brillaron entre nosotros. Y me sentí feliz y pensé: es un poeta, un místico poeta. Y agradecí el que en esta ciudad de sordos haya hombres así, pensándola desde dentro, apartados y a la vez inmersos, absortos y comprometidos hasta la médula.

Al final el Padre Hernando Uribe me dijo: Carlos, espere aquí un momento. Al rato regresó, me traía regalos: la antología de sus artículos en los periódicos en una hermosa edición de los Carmelitas descalzos, piedras preciosas de gran belleza que he seguido por años y la obra completa de San Juan de la Cruz.



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jueves, 13 de febrero de 2014

Tintiar

A veces hay un silencio delicado en este campus, una serenidad esparcida en el aire que aclara los ojos y desnuda la voz.

En él flotamos, a él nos debemos, es la niebla del pensamiento, la atmósfera delicada de los días de estudio.

Muchachos y muchachas, personas calladas, lentas parsimoniosas. De acá para allá, saben donde van, alguien o algo los espera.

Están abiertas las aulas, activos los laboratorios. Las oficinas de los profes rebosan confianza.

La U tiene las pilas puestas. La biblioteca borbotea. Los libros se frotan esperanzados en los anaqueles.

Hierve también la política, los temas van pasando de boca en boca. Los cambios, los proyectos, las expectativas. Y también los nudos ciegos, los traumas, las amenazas.


Entre tanto yo sigo también mis derivas. Mis Diálogos, la inminencia de mis cursos, mi escritura y lectura. Y las reuniones, gentes que me proponen encuentros. 

Me siento muy a gusto, casi feliz, pletórico diría, aún en medio de esa dulce melancolía que sazona mis días y sombrea mis horas.

Pero así soy yo, me digo, contradictorio, feliz y alicaído, tranquilo e inquieto. Cada uno es como es, dentro y fuera.

En estos días le oí a una maravillosa persona, la maestra María Teresa Uribe de Hincapié, un elogio precioso de la universidad. Ella dice: es el lugar para la igualdad, el aire perfecto para ser uno, otros y uno, otros con uno, todos los otros nosotros. 

Agregó: en la U he sido feliz, es el mejor sitio que se pueda imaginar.

Volví a la U después de esa charla con esa certeza. Se siente en el aire, la U es lo máximo. Y ella, amante de los tintos y el buen cigarrillo, me dijo que los mejores tintos se los ha tomado aquí.

Eso de los tintos en la U es toda una gracia. Punto de convergencia, lugar de encuentro, en el tinto se ventila todo: las dudas, los proyectos, los amores, las diferencias, las desgracias, los temores, las ilusiones.

Se tintea para la amistad y la ciencia, para la alegría y la pena, se sueña lo imposible y se planea sobre lo posible. Tanto que creo que hemos inventado ese verbo y lo hemos llenado de sabor: tintiar.

Tintiemos. Y la U se mueve con esos imanes. Se ven por esos lares los vicerrectores, tintiando ellos también, el Rector tintea parejo en sus reuniones y consejos. Tintean los revolucionarios, los reaccionarios, los mamertos, los nerdos, los iluminados, los obtusos, los buenos y no tan buenos, los comprometidos y los neutros.

Resulta que tintiar nos suaviza, ayuda a entender, disuelve los enconos. El café es fluido, humea las ideas, las deja mezclarse en pleno desvelo.

Con el tinto la gente se demora, se enamora de la U, se dedica a disolver oscuros temores. A lo que más miedo le tiene María Teresa Uribe es al miedo: lo ha estudiado, lo enfrenta, le opone su inagotable clemencia.

Me dice: el miedo es una de las madres de la violencia. Es rechazo, ataque anticipado, asedio y cerco para el miedo de los otros. Nos matamos para apartar el miedo a la muerte.

La universidad debiera inventar formas de vencer el miedo. Si bien él propicia a veces acciones liberadoras, por lo general estruja el alma y paraliza el entendimiento.

María Teresa Uribe me dice, hay que acorralar el miedo si queremos devolver la sangre a su cauce. Todos tenemos miedo, es una hermandad, hay que volverlo lúcido y conciliador.

Convendría desear que cuando nos desesperemos y la crueldad nos asalte y los fantasmas de la agresividad se insinúen, ahí están los tintos sosegados.

Su dulce amargor parece decirnos: lo que un café compartido no resuelva no existe, el tinto es la espesura, la suavidad comprensiva, el aroma dispuesto a envolver la razón.

Los muchos tintos compartidos escriben y guardan las historias de este mundo.

María Teresa Uribe me habla del paraíso que para ella ha sido la universidad y saborea feliz su cigarrillo y de su taza de café se levanta, gozoso, el humo de la realización en su delicada y sabia palabra.



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martes, 4 de febrero de 2014

Revistas

Corrientes de ideas, pensamientos ávidos de interlocutor, propuestas: todo ello convive en las revistas de la universidad.

Y en todas ellas personas, hombres y mujeres que buscan, se mueven, se enfrentan a la verdad y las dudas. Un juego, un riesgo, una aventura.

Pensar en soledad y también en grupo. Lo que está en la mente es el ansia de empujar los límites, ir un paso más allá, vencer las barreras.

El miedo de la academia, su demonio, son los saberes que se estratifican. La conformidad, la marea quieta, las idolatrías. Ella quiere siempre otra cosa, poner a prueba, retar, licuar el estado sólido.

Todo ello en medio de la dificultad. Si es un juego lo es por su alta exigencia. La academia no quiere cambiar por cambiar, sabe lo que ha costado llegar a ciertas cimas y por eso las acoge y respeta.

Pero a la vez está destinada a ponerlas a prueba. No hay que olvidar el koan zen: cuando llegues a la cima de una montaña sigue subiendo.

La verdad misma quiere eso. Guarda en su nuez el germen de la inquietud, siendo como es lo menos acomodado que se pueda imaginar.

Es ella la que sirve de acicate a sus pretendientes. Insinúa, se muestra, seduce, se abisma a sí misma y pone a prueba a sus indagadores. Por eso el trato con ella es como un amor que no se reduce a conquistar. 

El amante y la amada se reclaman uno al otro el derecho a ir cada uno por su lado más lejos.

La verdad es un lugar de tránsito, una incitación al salto, un punto de inflexión. En la universidad hay un descontento feliz, nos jalona una insatisfacción alegre y sin pausa. Acá no llegamos nunca, lo nuestro es un viraje perpetuo.

Y las revistas registran ese pulso, ese ritmo, esa intensidad. Por eso no se reducen a mostrar resultados, no son arrogantes sino papeles sensibles a las ondulaciones. Allí se marcan los trazos de nuestros latidos espirituales.

Las revistas son puntos de cruce. En ellas nos topamos unos con otros y cada uno consigo. Las disciplinas se miran en esos espejos pero también escuchan allí la voz de sirena que incita, una respiración provocadora y llena de enigmas.

Por eso resulta tan importante que haya revistas. Es una manera ejemplar de tomarnos en cuenta unos a otros. No concibo académicos que no lean el pensamiento de sus compañeros. Esa sería una negligencia imperdonable.

Todavía recuerdo la felicidad que me produjo la aceptación de un primer artículo mío en una revista. Me sentí acogido, respetado, tomado en cuenta. Presentí que algo mío podía llegar a otras personas y hacer el viaje de la escritura por las provincias de las inteligencias.

Si bien prefiero los libros (qué falla que en la academia se los valore cada vez menos, dicen que no dan casi puntos), quizás por las disciplinas en las que me muevo, o tal vez por la longitud de mi onda espiritual, no dejo de reconocer que las revistas son fascinantes por acoger el pensamiento breve, la erupción de una ocurrencia, el despliegue de un experimento provisional. El libro es más lento, pesado, de largo alcance. El artículo de revista es impulsivo, parcial, ligero. Es un sismógrafo de las intensidades intelectuales.

En las revistas nos vemos, discutimos, disfrutamos los logros de nuestros contemporáneos. La tribu de los pensadores, la familia de los investigadores, el grupo de los audaces exploradores y creadores, se encuentran allí, se escuchan, comparten sus retos.

Creo que hay pocos espacios más acordes a una comunidad académica que las revistas. Eso hay que aprovecharlo, las revistas se esperan como pregones, giros inesperados, anuncios de buenas primicias. 

Las revistas son la alegría de la universidad. Acompañamos la aparición de cada número con fruición y curiosidad amistosa. Nos recuerdan que lo esencial no es competir sino ir juntos, cada uno por su lado, acogiendo los pasos que dan los otros. 

Es bueno saberlo y no dejarse arrastrar por la simpleza de que son meros depósitos de lo ya sabido destinados a hacer puntos. El único punto que importa es el que cada uno traza para que otro lo vuelva una huella.

Sé que hay académicos que toman con desdén lo que sus colegas escriben. Al pensar y actuar así se ignora algo esencial: que apartamos en compañía las mismas tinieblas, que nos cruzamos en las mismas encrucijadas. Y en esos puntos ciegos lo que ayuda es la entereza compartida, la disposición a atenuar con la sed propia la sed ajena.

Importa que nos prestemos atención, una sociedad de conocimiento que agrega a la curiosidad respeto y afecto está no solo destinada al logro de sus objetivos sino a la lucidez que permite vencer los abusos con que nos acosa la patética ley del dinero.



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lunes, 27 de enero de 2014

De persona a persona

Es así como quisiera envejecer, viendo cruzar el mundo en su lenta deriva.

Aprender al fin a decir. Cuestiones cada vez más escuetas. Que no agreguen problemas, que mitiguen los que ya hay.
Una edad personal y discreta. No es justo poner a vivir a otros en el tiempo de uno.

Tal vez proponerles una edad que ni siquiera presientan.
Para envejecer es mejor retraerse. Con discreción, sin decírselo a nadie. Y aprender a callar. Ser amigable con el silencio de lo que a esta hora nos toca.

Envejecer apunta a la responsabilidad. Hay que armonizar la memoria. No ponerse a remendar el fracaso.
Emprender cada día una sola cosa. En el momento en que por fin se puede comprender lo que lleva un día consigo.
No apresurarse ni impacientar. Ni dedicar las horas a vanos balances. Una vida es lo mejor que pudo ser y los tropiezos tienen derecho a pasar.


Envejecer. Dirigirse a unas cuantas personas. Para escucharlas y saber de sus cosas.
Hasta encontrar al que queda entre uno y el miedo.


Escogencia en la que cuente un afecto despierto. Como un viento en la flor más extraña. Y dejarla luego cerrarse en su altivo secreto.


Conviene ejercitar el andar. Entre un paso y otro una detención minuciosa. Caminar con la respiración. Ir por un sendero preferiblemente de piedra.


Envejecer. Un agua serena. Que no se vea casi rodar. Un tiempo noche y día en su cauce secreto.


Dos orillas para recordar. Y saber que algún día tocará atravesar.


Y los libros, leer y escribir. Leer sobre todo. Que escribir sea escuchar una cuantas palabras.


No sé siquiera si ayudarán a cruzar. Envejecer en las palabras. No querer ni intentar alejarse de ellas.


Acaso serán las más improbables. Aquellas que han anochecido con uno. Palabras para mirar. Murmullos para hundirse y volver a salir.


No imagino una vejez en el mutismo. Recelosa. Desconfiada y amarga. Siempre habrá algo que decirse con alguien. La súbita palabra del día dichoso.


Una extraña ternura. Una dejadez. Una sonrisa confiada. Los elementos. El agua y el viento. La tierra y los dedos. Prender un fuego por si alguien quiere acercarse.


Una edad para esperar a alguien. Escribir media página. Algo que merezca decirse de persona a persona.




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