miércoles, 23 de octubre de 2013

Dejar las palabras tranquilas

Hay palabras que se usan para desaparecer, nos escondemos en ellas y ocultamos el rostro.


Funcionales como pocas y por ello tal vez huidizas, no parece haber personas, una voz recia, monótona, en muchos casos contestataria y hostil.


Puede que las amemos por lo que significó irlas tramando con todas sus letras. Pero las palabras se cansan y empiezan a decir siempre lo mismo, un solo sentido entre tantos rodeos.


A lo mejor cuidar el lenguaje suponga dejar descansar a las palabras, abandonarlas a su suerte, que viajen solas, que se descarguen y aligeren. Quizás vuelvan algún día y digan lo que habían callado con tanto celo.


Es de suponer que las palabras quieran estar solas. Los hombres las llevamos, son nuestro traje en el frío, nuestra respiración en el ahogo, nuestra agua y también nuestra sed.


Le pasa a la universidad que las palabras se le fatigan: movimiento estudiantil, claustro, estamento, texto, discurso. Esas palabras hace tiempo quieren quedarse calladas, resguardarse de tanta contienda.


Qué viajes hacen ellas sin darnos cuenta. Con una vida que no alcanzamos a recalar. 


Lentas, veloces, voladoras. Las hay también subterráneas, aquellas que cavan como un agua terca.


A quién no le ha ocurrido oír una palabra y quedarse perplejo. Alguna vez la había empleado, a lo mejor la pronuncie cada día y sin embargo, de pronto, la oye en otros labios o en el vuelo de alguna página suelta.


Las palabras son el hombre y deshacen al hombre. También nos llaman y se alegran al vernos. Ellas son nuestra libertad y al mismo tiempo no nos sueltan. Dejan de ser nuestro espejo y entonces nos volvemos todo oídos.


Oír una palabra sin posesión, sin apego. Dejarse llevar, ir siguiendo su estela. Las palabras son alas y pasos y aliento. Animan nuestra sangre por ariscos senderos.


Eso nos pasa, comprendemos de pronto que no son instrumentos. Ni dóciles ni serviles, no quieren decir lo que les dictamos. Nos tratan de tú a tú. Las palabras nos llaman, se abren, nos dejan morar a su sombra.


Pero pasa también que nos deleitamos royendo su cáscara hueca. Nos miramos y simulamos entender. No entregamos nada que nos exija más allá de nuestro léxico común, su gastado aderezo.


Sabiendo que hablar es no entenderse primero. Más bien asombrarse con el timbre de una voz que no pide ni ordena.


Las palabras nos piden dejarlas tranquilas. Con voces desapegadas y frágiles. Nada de gritos. Fuera de tonos admonitorios y frases sabihondas. 


Para podernos comprender es menester que oigamos primero. Las mejores palabras son humildes: el llamado y el saludo, la cortesía y la invitación. 


Las ciencias duras tendrían que aprender a saludar, esperar, responder, volver a decir. 


Parecen tan seguras que no dan confianza. Mientras el verdadero conocimiento cavila, tropieza. Qué miedo produce un habla que afirma siempre y nunca vacila.


Nos hace falta un tal vez y a lo mejor y no estoy seguro. Tendríamos que concedernos el derecho al tartamudeo.


Ni qué decir tiene el discurso, la jerga de la política: compañeros, camaradas, militancia, consigna, y la frecuente aridez en los espacios, reuniones, asambleas, claustros, comités, consejos. Cuando en verdad, eso pienso, personas, lo que se dice personas, casi no nos reunimos a hablar con las palabras.


Creo que hay que apelar, a fin de alejar de nosotros la aridez de palabras, al tú a tú, el cultivo directo de un habla discreta. Y a lo mejor, desde ahí, a comunidades dispuestas a decir palabras de manos abiertas.


Una buena manera de dejar tranquilas a las palabras es aprenderse los nombres de las personas: cada uno en su nombre que es la mejor manera de alejar a la muerte. 


Cuidar las palabras para no irse muriendo dentro de ellas.




[También publicado en el portal UdeA Noticias]

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