miércoles, 30 de octubre de 2013

Hágale

Siento que los muchachos quieren volver a clase. Hay una nostalgia del encuentro, un llamado profundo que viene de las ganas de estudiar.

Uno solo se va marchitando. No hay mejor soledad que la que abre la pregunta de un amigo, la invitación a escribir o leer por parte de un profesor.

Los idearios y causas del momento se fisuran para dejar entrar el aire de la reflexión. 

Sobre todo si se tiene en cuenta que discutir no tiene por qué implicar desistir.

Lo que se entristece es este día a día, un campo medio solo, sin voces ni pasos, sin casi libros hambrientos.

Y entonces ansiamos una frase, una especie de voz colectiva que incite y atraiga las inteligencias.

Estudiar es mejor que muchas cosas, da sosiego, estimula, consuela. Y suele pasar que salimos felices de clase y nos reímos y hay simpatía.

Entonces nos encontramos y creemos y pensamos. Esto es estimulante por aquí y nos animan las hipótesis, los postulados, las indagaciones.

Hoy les dije a los estudiantes: podría ser así el fin del mundo. Habíamos hablado, enfrentando la dificultad de una lectura. Y nos imaginamos que así era como mejor podíamos estar.

Hace unos días fui a una asamblea de estudiantes y un muchacho dijo: compas, estamos aquí porque creemos que es posible un mundo distinto. Y yo pensé, el mejor mundo es éste, él puede hablar y yo oírlo y somos muchos, en un silencio hermoso, pleno como un árbol con frutas.

Ese peso, esa gravidez. Ir madurando juntos, una idea, un sueño, una razón compartida.


La Universidad es un lugar precioso y se puede estar en ella y de pronto nos toma la felicidad. Una dicha pequeña, un encuentro fecundo, un pensamiento sin más.

Cada vez que soy consciente de que puedo escuchar me siento contento y quiero ser oído a mi vez. Hoy en clase me pasó y sentí que nos rodeaba un silencio mayor de edad, un silencio de mil años.

No podemos perder esto, no podemos perder el año. No hay mejor modo de enfrentar lo que nos separa que estando juntos.

‘Hágale’, como dicen ahora los muchachos. Háganle los que están conversando. Si un día sellaron aulas, debiéramos abrirlas todas mañana. Estar ahí en la puerta esperando.

Siempre que voy a clase está alguien esperando. Esté como esté, eso me emociona, me devuelve el semblante, me alegro de verdad y me brindo entero.

Hoy un estudiante me dijo: hace una semana la clase se me fue como nada. El tiempo se aprieta en una palabra y entonces no apremia. Lo sorprende a uno con una eternidad.

Porque hacer academia es burlar a la muerte. No es que ignoremos los riesgos que corremos, queremos correrlos. Y no hay forma más plena del peligro que el saber compartido.

Conocer es ser dos, varios, todos. El conocimiento es muchedumbre. No tiene caso apelar a la inmovilidad. Esa discordia, esa pena, ese marasmo.

Hagamos lo más fácil, volvamos. Estando aquí veremos. Confiemos unos en otros. Aunque no haya motivo.

Si hay una comisión conversando volvamos. Si eso no es lo que aconseja la política, ella no siempre tiene la razón. Este es un tiempo de urgencias, la universidad está arriesgada y así, sin darnos cuenta, la vamos cerrando.

Háganle de una ustedes, no duden ni se demoren, entren. Rector, hágale, asambleas, claustros, comisiones, háganle. Devolvamos entre todos el corazón a la U.

Estoy animado y desanimado. Hoy sentí ganas inmensas de vida compartida. En la universidad estoy en mi estudio, mi techo, mi mesa. Es una casa sin los límites de un territorio en pugna. Abierta, hospitalaria, jovial.

Es una decisión que se toma persona con persona: volvamos ya. Que se abra la U, abramos la U, hagamos la U.




[También publicado en el portal UdeA Noticias]

miércoles, 23 de octubre de 2013

Dejar las palabras tranquilas

Hay palabras que se usan para desaparecer, nos escondemos en ellas y ocultamos el rostro.


Funcionales como pocas y por ello tal vez huidizas, no parece haber personas, una voz recia, monótona, en muchos casos contestataria y hostil.


Puede que las amemos por lo que significó irlas tramando con todas sus letras. Pero las palabras se cansan y empiezan a decir siempre lo mismo, un solo sentido entre tantos rodeos.


A lo mejor cuidar el lenguaje suponga dejar descansar a las palabras, abandonarlas a su suerte, que viajen solas, que se descarguen y aligeren. Quizás vuelvan algún día y digan lo que habían callado con tanto celo.


Es de suponer que las palabras quieran estar solas. Los hombres las llevamos, son nuestro traje en el frío, nuestra respiración en el ahogo, nuestra agua y también nuestra sed.


Le pasa a la universidad que las palabras se le fatigan: movimiento estudiantil, claustro, estamento, texto, discurso. Esas palabras hace tiempo quieren quedarse calladas, resguardarse de tanta contienda.


Qué viajes hacen ellas sin darnos cuenta. Con una vida que no alcanzamos a recalar. 


Lentas, veloces, voladoras. Las hay también subterráneas, aquellas que cavan como un agua terca.


A quién no le ha ocurrido oír una palabra y quedarse perplejo. Alguna vez la había empleado, a lo mejor la pronuncie cada día y sin embargo, de pronto, la oye en otros labios o en el vuelo de alguna página suelta.


Las palabras son el hombre y deshacen al hombre. También nos llaman y se alegran al vernos. Ellas son nuestra libertad y al mismo tiempo no nos sueltan. Dejan de ser nuestro espejo y entonces nos volvemos todo oídos.


Oír una palabra sin posesión, sin apego. Dejarse llevar, ir siguiendo su estela. Las palabras son alas y pasos y aliento. Animan nuestra sangre por ariscos senderos.


Eso nos pasa, comprendemos de pronto que no son instrumentos. Ni dóciles ni serviles, no quieren decir lo que les dictamos. Nos tratan de tú a tú. Las palabras nos llaman, se abren, nos dejan morar a su sombra.


Pero pasa también que nos deleitamos royendo su cáscara hueca. Nos miramos y simulamos entender. No entregamos nada que nos exija más allá de nuestro léxico común, su gastado aderezo.


Sabiendo que hablar es no entenderse primero. Más bien asombrarse con el timbre de una voz que no pide ni ordena.


Las palabras nos piden dejarlas tranquilas. Con voces desapegadas y frágiles. Nada de gritos. Fuera de tonos admonitorios y frases sabihondas. 


Para podernos comprender es menester que oigamos primero. Las mejores palabras son humildes: el llamado y el saludo, la cortesía y la invitación. 


Las ciencias duras tendrían que aprender a saludar, esperar, responder, volver a decir. 


Parecen tan seguras que no dan confianza. Mientras el verdadero conocimiento cavila, tropieza. Qué miedo produce un habla que afirma siempre y nunca vacila.


Nos hace falta un tal vez y a lo mejor y no estoy seguro. Tendríamos que concedernos el derecho al tartamudeo.


Ni qué decir tiene el discurso, la jerga de la política: compañeros, camaradas, militancia, consigna, y la frecuente aridez en los espacios, reuniones, asambleas, claustros, comités, consejos. Cuando en verdad, eso pienso, personas, lo que se dice personas, casi no nos reunimos a hablar con las palabras.


Creo que hay que apelar, a fin de alejar de nosotros la aridez de palabras, al tú a tú, el cultivo directo de un habla discreta. Y a lo mejor, desde ahí, a comunidades dispuestas a decir palabras de manos abiertas.


Una buena manera de dejar tranquilas a las palabras es aprenderse los nombres de las personas: cada uno en su nombre que es la mejor manera de alejar a la muerte. 


Cuidar las palabras para no irse muriendo dentro de ellas.




[También publicado en el portal UdeA Noticias]

jueves, 10 de octubre de 2013

Uno solo de esos muchachos


Bastaría acercarse a uno solo de esos muchachos. Verlo con ojos de la última vez. Y pensar, ahí está, en su silencio de piedra.

Y empezar a llamarlo, con un solo nombre, rojo como un fuego recién segado. Contra esa piedra el nombre chocará y el rostro ausente no brillará nunca más.

Y entonces sentir el terror, la desolación, uno solo de esos muchachos era todo un mundo. Y ha sido roto, en la vecindad de su alero, apagado por el terco metal.

En los baldíos de una ciudad sin alma. Apática y cruel, rabiosa y cansada. Una calle oscurecida por el odio, repleta de obstinación y recelo.

Habría que pensar en uno solo de esos muchachos. Las manos asesinas opacan los ojos, depositan su polvo en cuencas tempranas.

Uno de ellos y la impotencia para hacerlo vivir otra vez, junto a nosotros, su madre y hermana, en la intimidad de un hijo que espera que alguien lo acoja y no encuentra a nadie.

Muchachos encerrados en la oscuridad, sin un sí o un no, sin poder dudar ni respirar su desgracia.

Uno solo debería bastar. Que esa piedra nos llame y repique en nosotros. Muertos tempranos rasgando nuestra frialdad, reclamando a gritos su vida completa.

Un muchacho menos es una puerta sellada. Una forma que se arranca al inventario de dios.

No llegamos a presentir lo que perdemos. Oídos que se apagan sin hallar su propio nombre. Y las palabras anónimas, tristes por tantos cuerpos muertos.

Esos muchachos claman por nosotros y nuestras voces se van extraviando, enloquecen, son un desespero.

Da pena vivir aquí y no sabremos cuánto tiempo tomará restituir por ellos, en su nombre, una justicia que ni siquiera imaginamos. 

Podríamos acaso abrigarlos en el hueco de nuestra voz. Abrir allí una grieta para que pasen tantas almas blancas que llegarían a ser nuestra sal.

Uno solo de esos muchachos, el que guarda su desilusión en parcas palabras. Uno que quiera llegar a viejo, con una sabiduría que le impida morir antes de tiempo.

Cómo llegar a encauzar, siquiera una vez, esa sangre estrujada por la vileza. Y atajarla, detener su caída en el fango o la arena. 

Decirle, estoy contigo, somos los dos o nadie y entonces dios o lo que queda de él se acordará de nosotros y nos dejará pasar.

Al otro lado una pradera, un río estrecho y sosegado en el que el hombre descanse con el hombre en hora callada.

Volver a casa. Hallar el fuego, la cama tibia, la lenta ventana. Quedarse a vivir allí sin la mancha feroz de tanta vileza.

Uno solo de esos muchachos y las ganas intactas de volver a encontrarle.






[También publicado en el portal UdeA Noticias]