miércoles, 25 de septiembre de 2013

Milagros

Quisiera acercarme a una sola persona. Verla sin inquietud. Que sea un roce, un sutil aleteo.

A la vez decirle que soy yo, mis vicisitudes, mi anhelo. Confiarme, soltarme, dejarme ver.


Que esta proximidad sea un viaje. Un movimiento impredecible hacia lo que no tiene nombre.


Y así perdernos y no querer llegar. Que no haya precipitud ni zozobra. Un desplazamiento mínimo. Apenas un paso.


Uno querría desaparecer y al mismo tiempo quedarse. Lo mejor es no tener que elegir, eso es lo que empobrece, estar obligado a tomar lo uno o lo otro.


Pero la vida, viéndolo bien, no exige hacerlo, siempre se puede ser al menos dos cosas. 
La quietud sin inquietud, la pasión distraída. Un estar sin ser, un conservar sin tener, un desprenderse sin dolor y sin miedo.


Creo que se puede llegar a sentir así. Parece raro, es como si las mismas palabras se opusieran. Pero aún ellas tendrían que aprender a vivir.


Acaso sea un estado de inmersión pero sobre todo un ritmo, una vibración, una intensidad. Un impulso amigable que llega de todas partes.


Un ver y oír, una respiración minuciosa y pausada. En raros momentos nos sentimos así y nos miramos y reconciliamos.


Instantes de esos casi nunca vienen, la vida ligera, el goce sin ansiedad, el amor sin tropiezos.


Ese estado se parece a la tristeza feliz, es la alegría triste que nos habita y nos lleva.
En el silencio que es la sombra de Dios.


Se me ocurre hablar así. Escribir acaso sea una mano en la oscuridad. O la risa de alguien que se va con el agua.


Uno goza cuando piensa en alguien. La soledad son unos pasos, la espera sin desesperación.



Me atrevo a escribirlo. De pronto soy otro y no resisto las ganas de comunicarlo. Aunque al terminar me observe y no quede casi nada del impalpable milagro.






[También publicado en el portal UdeA Noticias]

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Hablo por no llorar

Un furor injustificable se la tiene montada a la universidad. Dicen que se trata de sectores del movimiento estudiantil. Yo me pregunto, ¿qué movimiento hay ahí? 


Es de esperar que viniendo de estudiantes el movimiento sea creativo, reflexivo, crítico, transformador. En su lugar, acá, en cada escaramuza, no se siente sino exceso y pesadez, simulacros de movimiento que no dejan que nada se mueva.


Entre tanto, cero clases, cero biblioteca, cero deportes, cero atención de servicios en salud, cero museo, cero cultura, cero actividades administrativas. Tan solo bombas y lágrimas.


Y muchos fenómenos aledaños: abandono, intimidación, declaraciones, frivolidades, temores, desesperación. Y la terrible costumbre que se apodera de todo y lo devora todo.


Pero nada de movimiento. A causa de los tropeles la universidad se atasca, se frena, se inmoviliza. Y por supuesto arriesga con volverse indigna.


Lo que está en juego es la dignidad. No se puede pensar aquí ni estudiar ni conversar. 

Cada uno a correr, salir, abandonar, la universidad se hunde, se apaga, ni siquiera respira.


Nadie sabe nada, nadie responde. Ya lo sabemos, a la primera explosión es hora de emigrar. El alma se queda sola, la universidad se ensordece. Nadie parece estar dispuesto a velar por ella.


Nos dicen que el tropel expresa la solidaridad de algunos estudiantes con los pobres. 

Qué solidaridad puede dar una universidad que cada vez con más frecuencia se queda atónita. Hay quienes miran el espectáculo, el tropel es un teatro gastado, que no infunde entre nosotros ningún respeto. 


Hay muchos que miran, aburridos, a lo mejor esperando que esto de veras se encienda. 

¿Será que imaginan heridos? ¿Enfrentamientos cuerpo a cuerpo? ¿Acaso muertos?

A eso jugamos, nosotros que deberíamos cuidar toda vida. Y arriesgamos sin esperanza lo que ni siquiera es nuestro. Porque la universidad es del pueblo, ¿lo saben acaso los tropeleros? ¿Habrán pensado por un segundo lo que el pueblo pide y espera?


El pueblo quiere y reclama de la universidad estudio y responsabilidad y pensamientos lúcidos y propuestas para que la vida cambie y sea más digna y justa y llevadera.


En esta universidad se estudia cada vez menos, no se para de parar. Y los que quieren y así lo deciden arman su pequeña reyerta. La impasibilidad de muchos de nosotros es una vergüenza.


Habría que moverse, arrancarse de la indiferencia. Pronunciarse con palabras limpias, serenas, contundentes. Decirle no más a los tropeleros, aquellos que, en nombre del pueblo, inmovilizan el pensamiento, acallan el intelecto, le cierran a los jóvenes del pueblo el derecho a la educación.


Cada vez me produce más humillación salir a trompicones de la universidad, hasta mañana, sin que hoy se haya podido estar en ella, hacer algo, estudiar siquiera un poquito.


Un campo de batalla irrisorio, jóvenes contra jóvenes, capuchos contra el Smad. Y en medio todos y nadie puede nada contra esa demencia de casi todas las semanas.


Decir, como afirman algunos, que “el tropel es la dignidad de la Universidad” es intentar legitimar con cinismo lo que no tiene razón de ser, amarrar uno de los pocos espacios que todavía se mueven. Lo demás es el fango de la violencia sorda y sin ideas. Ese fango intenta invadir y mantener atada nuestra universidad.


“¿Por qué llora profesor?”, me dijo una secretaria para paliar el momento con una gota de humor. Le respondí: “Lloro por nada, no tengo motivos”. Ahora me corrijo, motivos sí hay pero prefiero decir esto, ahora hablo por no llorar.




[También publicado en el portal UdeA Noticias]