miércoles, 31 de julio de 2013

Aprender


No hay preconcepción ni prejuicio. El que oye y mira lo hace con atención y desprovisto a la vez de intenciones.

Ese estado se parece a la despreocupación. Pero no por ello es negligente u ocioso. 

Uno se concentra, busca centros diversos. Como no espera nada, ve y oye objetivamente.

No inventa nada, no prefiere nada ni a nadie. La observación recae sobre cualquiera.

Porque todos somos dignos de atención. Y el que así observa no quiere apoderarse de nada ni sacar conclusiones. Lo único a lo que aspira es a aprender.

Ese aprendizaje tiene que ver con personas. Cada una en su singularidad, todas en su diversidad y riqueza.

Persona es una bella palabra. Apunta al discurrir de cada uno, su misterio, su deriva. Es la extrañeza, el milagro, la agudeza y complejidad.

A la vez cada persona es lo más sencillo: unos rasgos, unos gestos, unas posturas. Una forma de andar, de moverse, de ir por el aire.

Y si uno mira bien hay muchas personas. Y si uno escucha bien, pululan las voces, los tonos, los timbres. Y en cada vibración una virtud, un anhelo, una aventura.

Y nos vamos observando unos a otros. Sin escudriñar, desdeñando cualquier intromisión. Esa observación no interrumpe, no irrumpe, no se inmiscuye.

Aprender supone dejar, abandonar, regalarse. Entrar en relación sin invadir. Y las personas se van y uno se queda solo estudiando todas esas presencias.

Es así como uno se vuelve un pueblo. Tan real como las huellas visuales y sonoras. Una comunidad de voces, colores, siluetas, armonías, músicas, gestos. Un pueblo vivo, intenso y variado. 

Ese pueblo nos protege de la tendencia de ciertos saberes a reducirnos a la misma figura: teorías insípidas que creen que todos terminamos pareciéndonos, que cabemos todos en la misma caverna verbosa.

Para observar hay que retraerse. No querer figurar, ser discreto. Que nadie se sienta incómodo porque lo están estudiando. 

Tiene que haber lugares para difuminarse, la universidad no puede ser un espacio panóptico. Por eso nos repelen las cámaras, los ojos escondidos, las escuchas capciosas.

Que el que nos mire no nos robe lo que somos, que nadie nos clasifique. Uno aquí es visible por invisibilidad. Y el que lo observa a uno que no lo saquee, que lo deje intacto y nada le hurte.

Es misterioso el don de esa observación, exige todo un aprendizaje. A lo mejor se enriquece con los libros, los tratados, las ciencias. Esa observación va dejando una memoria gozosa de todos los que algún día estuvimos aquí.

Aprender: mantenerse abierto, dejándose llevar por el vaivén de las olas personas. Pues cada ser humano es un mar y esa observación protege lo irremplazable, reivindica el carácter ondulante e imprevisible de cada individuo.

En una sociedad en que todo se intercambia por todo, en que cada cosa y persona arriesga terriblemente con volverse un desecho, hay que aprender y oír y ver y así guardar en el corazón el don sagrado de cada vida, la búsqueda que cada uno hace de su virtud y belleza. 





[También publicado en el portal UdeA Noticias]

jueves, 25 de julio de 2013

El miedo

En la universidad no debiera existir el miedo. Y sin embargo, día a día, se ha vuelto nuestro aire.
¿A qué le tememos? A la oscuridad de las intenciones, a la rabia, a la intolerancia, al resentimiento, a los poderes, a la falta de transparencia.
Hay miedos por doquier, nos abandonó la confianza. Tenemos miedo ante todo por no saber quién nos mira, desde qué ojos sin rostro.

Nos espanta el atropello, los gritos, las malquerencias. Hay mucha hostilidad entre nosotros. El miedo nos ronda y nos cerca.

Y no debiera ser así. El miedo no tendría por qué enseñorearse en nuestros predios.

¿No es acaso la universidad un oasis? Hemos pensado que no tiene lugar en ella la amenaza ni los propósitos aviesos.

Hay una fraternidad que le es propia a la universidad. Acá las rivalidades se razonan.

Todos tenemos en ella un lugar. Cada uno piensa y hace lo que conviene. Concertados como estamos por una pasión común, el saber y sus generosas apuestas.

Pero miedo no. Caben el peligro y el riesgo y el misterio. Nos abrimos a lo desconocido.
 


Nos internamos en la noche de nuestras preguntas. Pero en la universidad hay siempre una mano, una palabra, una duda que acompaña.

Que haya personas que ocultan el rostro no tiene sentido. Debiera ser ley que el que hable lo haga con todo su rostro.

No debiera tener cabida el insulto, ni las bajezas ni las recriminaciones. En la universidad esculpimos nuestras emociones y nos refinamos y nos comprendemos.

No hay que estar todos de acuerdo para vivir aquí. El desacuerdo es la sal de la universidad. Pero no el reproche, las voces imperiosas, las órdenes.

No tiene sentido que haya quienes nos sometan a creer todos en lo mismo. Si es asunto de compromiso la universidad quiere mirar, oír, comparar, responder. Está dispuesta a estudiar, lo cual constituye un estado de revolución permanente.

Pero miedo no. No más miedo. Que no nos sigan amedrentando. ¿Quiénes son esos que quieren a toda costa uniformar la universidad? ¿Por qué tanto resquemor hacia lo múltiple y la diversidad?

El miedo es terriblemente intimidante. Las capuchas imponen la intemperancia y la ausencia de gestos. Se me hiela el corazón cuando me cruzo con encapuchados con joroba.

Me parece hermoso y valiente, una preciosa señal, que un grupo de universitarios del área de las ciencias naturales se pronuncie contra la violencia y la ofuscación. Lo que pasa en su lar nos conmueve a todos. Ese último acto espantoso, bombas y ultraje y robos y bofetadas a la dignidad, no debiera repetirse nunca.

Los que reclamamos que no haya más miedo sabemos, cómo no, que el pavor impera en todos los rincones. Que no hay ciudadano colombiano que no lo padezca. Si queremos que aquí no se imponga no es para edificar un edén artificial para beneficios mezquinos.

Todo lo contrario, queremos estudiar el miedo colectivo, sus causas, sus terribles argucias. Y ayudar a erradicarlo con el más efectivo de los antídotos: el estudio minucioso de la realidad que señala la injusticia y conjura el horror.

Ayer escuché la marcha de los ciudadanos de ciencias. Delicada, paciente, lúcida en sus palabras y gestos. En sus comunicados dicen que a pesar de su temor los guía su amor.

Decirle a alguien, tengo miedo, es ya empezar a apartar el miedo.





[Publicado también en el portal UdeA Noticias]