jueves, 11 de abril de 2013

Las razones del corazón


Prefiero el corazón. Siempre que acudo a él me responde. Con dulzura o dureza, asordinado o frenético, está siempre ahí, dentro mío.

El alma es huidiza, hay que estar una y otra vez interpretándola. El corazón, por el contrario, activa su música, su latido son mis pasos, mi respiración y mi sangre.

El alma ni siquiera sé dónde hallarla. ¿Acaso se escapa por los rincones? Inasible, tropiezo con ella una que otra vez. Repta en mis extravíos, espía mis atenciones y mis rodeos. No me deja tranquilo. Dudo incluso que exista de lo entremetida que es.

El alma carece de música, me digo, cómo se puede confiar en algo que no emite sonidos.

¡Qué diferencia el corazón! Todo él amigables compases. Ayuda a suavizar las penas, apura los instantes eternos, forcejea con el aburrimiento, deja que la rabia se escape con el aire que inspira.

El corazón atempera los sentimientos, amansa las pasiones, intensifica los goces. Dice “acaso sea así”, recuerda a cada segundo que somos y no somos.

Por el contrario, todo en el alma es contundencia. Se asocian a ella los más crueles cilicios: los deberes, los intangibles morales, las órdenes. Toda obediencia sale del alma y a ella regresa.

Amo las razones que tienen corazón. Aquellas que son sólo alma no me merecen confianza. No me atraen las palabras que brotan de almitas juiciosas y avaras. El que tanto pondera el alma a lo mejor quiere darnos motivos para obedecerle.

Mi corazón oye, mira, olfatea. El conocimiento tiene en él su órgano fiel. Los objetos, los métodos, los instrumentos de las ciencias, se afinan allí. Los conceptos y las certezas son el humo que sale de su combustión.

El corazón arde mientras el alma está fría. Creo que ella es una especie de ceniza que quedó de fuegos antiguos. ¡Es tan precavida, tan reflexiva, tan omnisciente!.

Al alma se la asocia a la conciencia, cuando se persigue, se fisgonea, no se deja a sí misma tranquila. Por eso se vuelve fácilmente mala conciencia. Uno se sufre desde el alma, ella camina por el cuerpo regando tristeza.

No solo el cuerpo individual, singular, el cuerpo íntimo. También el cuerpo social está dolido por tener tanta alma. El alma es la demasía en el cuerpo.

El corazón es un punto de encuentro. No pretende ser un centro, no recela ni retiene nada. Todo lo que llega a él sale incitado a seguir su andadura.

Lo mejor de nosotros, nuestra generosidad, nuestro empeño, nuestro desprendimiento, nuestra creatividad, y también la paciencia, la compasión, la comprensión, la confianza, todo eso el corazón lo modula, lo anima, lo empuja. Lo otro es la rectitud, entre piadosa y calculadora, de un alma meticulosa y monótona.

Volver al cuerpo. Aprender a oír el corazón en su tambor inquietante. En el pecho del ser amado, en las palabras de un extraño, en las manos que llaman y en las que se abren.

El corazón templa el dolor, atempera las alegrías, riega nuestras vidas con palabras que son sus afluentes discretos.

Le propongo al señor Rector que abra un concurso para buscar un lema para la universidad capaz de hacer resonar las razones del corazón.




[También publicado en el portal UdeA Noticias]

lunes, 1 de abril de 2013

La frase única


Estaríamos preparados para salir a buscar. Una sola frase, abierta a todos, dócil y esquiva como la arboleda o el mar.

Una frase dispuesta a llevarnos por el silencio hasta nosotros mismos. Una frase maternal, sabia y discreta.

Nos cansa a veces que haya tantas palabras. Y con ellas tantos modos de perderse en el mundo. Gritos, interjecciones, mandatos. Nos sentimos intimidados por nuestra babel.

Una frase única, la misma en todas las lenguas. Prometedora sin evasión, rica sin ostentaciones. A la vez casi discreta, jugando a hundirse en su propio secreto.

Es un sueño y a lo mejor la escuchemos en sueños. Allí donde estamos solos y a la vez abrazados. Y de pronto una voz, también única, inconcebible en su belleza y precisión, una música perfecta, más bella que el follaje en la brisa.

Una voz que nos diga dónde ir, qué camino escoger en la noche de las encrucijadas.

Pero voces así ya no quedan. Para buscar por su nombre en el río a los desaparecidos.

Una frase. Sin estridencia o jactancia. La espera que no pide nada, el abandono sin ruegos.

¿Entre nosotros cuál sería? Cuando el conocimiento pretende haberlo dicho ya todo. 

Acaso no sea de la ciencia de quien haya que esperarla. Sus fórmulas prefiguran casi todas realidades siniestras. 

La ciencia que dice, ‘es preferible, presumible, previsible’. Y pasa sin consideración del dicho a los hechos. Las frases impacientes, conquistadoras insaciables. 

Frases artefactos, certezas sin piedad ni templanza. La ciencia cree y crea y forcejea. La realidad le teme con razón, su boca insaciable.

Ha de venir más bien del miedo y de la compasión y del desamparo y de la amistad sin esperanza. 

Dirá lo mínimo, no se atreverá a agregar ya más nada. Acaso un ‘ven’ o un ‘acércate’. 

Tal vez murmure, ‘aquí estoy’. Y se quedará callada y no tendrá que agregar ya otra cosa.

Cuando nos oyen esa sobreabundancia de frases que nos caracteriza, más de uno nos mira como diciendo, ‘no digas ya nada’.

Con la sabiduría que da el dolor nos pedirán que nos recojamos, que no vociferemos, que no es nuestra verdad puntuada y recitada la que calmará las heridas.

Estamos buscando, acaso sin saber, la única frase. Parecemos perdidos mientras buscamos. No nos rodeamos a nosotros mismos, nuestra paciencia la guarda, nuestra bondad la aguarda, nuestra intrepidez la resguarda.

Es como si una voz quisiera decirnos, ‘aparta tu lengua de esa brasa. Es hora de recogerse en el temple de un mutismo sin ansia’.

Hablar será entonces abrir los ojos. Y a lo mejor, en el muro de la ignominia se escriba algo, unas cuantas palabras, recogidas con estupor y sin rabia.

Porque la frase única no será con seguridad rayada con mano soberbia. Será un viento, una nube, una brisa ligera. Y será menester aguzar la mirada.

Y pasar esa frase como un anillo, de mano en mano, de corazón a corazón.

La frase de la mañana sin llanto. Las manos se encargarán de lavar en ella la sangre. Y las palabras brillarán, como brillan los niños cuando anochece.





[Publicado también en el portal UdeA Noticias]