viernes, 30 de enero de 2015

Tienes que empeñarte. Decirlo muchas veces si es necesario. Seguirlo paso a paso en todas tus letras. Sabes que es juntando letras. Aunque no haya sonidos. Y nada ni nadie sepa qué hacer si no llega. Tú solo. Una y otra vez. Cada día se hará más oscuro. Te guiará el vacilar de tus pasos. Y no te perderás. Y no buscarás ya nada. A no ser tu estrecha simpleza. Y entrarás. Y no habrá vacilación ni añoranza. Tú en ti. Sin saber si eres tú o alguien que aguarda. En un momento sabrás. Escucharás. Responderás. Un solo momento. En un único punto que ya no amenaza. Pero no tienes por qué saber. Ni el quién ni menos el cuándo. No puedo decirte dónde sea. Un espacio. Un lugar mínimo. Discreto. El lugar de no irse ya más.


Pensabas que llegarías. Pero no tiene que ver con llegar. Es más bien mirar hacia atrás. No hay nada. El único camino es la oscuridad. Viene hacia ti. Se va abriendo solo. Y entra en ti y tú también entras. El espacio se va reduciendo. En un momento serán tú y él un solo punto y una sola cosa.


Pero acaso no sabes nada del dolor. Y no has vista a nadie sufrir. Te alejaste. Te apartaste. Cómo pretendes de ese modo llegar. El dolor es la puerta. El pasillo. El dolor te espera en el fondo del patio.



No te queda más que escribirlo. Anotando lo tocarás. Y al sentirlo será un solo rostro. La cara por dos lados. Tu anverso y reverso. Tu y eso. Ahora dentro de él y con él. Y lo dirás. Con una sola palabra. Nada efímero. Nada que sea como la eternidad. La palabra discreta de una única vez. Las sílabas teñidas de saliva y de miedo.

martes, 27 de enero de 2015

Salamina de Chipre*

Salamina de Chipre*

Carlos Vásquez


Acaso no haya pasos en nuestros pasos. Solo pesos que no somos capaces ya de llevar. Ni dios que camine sobre el agua. Hemos domado el agua y ya no podemos ir sobre ella.

Pero alguien viene. Alguien se sobrepuso al cansancio. Vi sus pasos aunque no pude escuchar. No había nadie cuando me volví. Pero las huellas estaban, más reales que un hombre.


La voz seguía allí. Cercana a esas huellas. Como si fuera la voz de la tierra. Y las palabras fueron tierra. O barro. O arena discreta. Y esa voz me dijo, callada:


Ven aquí. No te detengas. Atrévete a cruzar y acercarte. No crees ya que pueda haber un encuentro. Pero aquí estoy y esta cueva estrecha era antes tu casa. No la reconoces. No puedes siquiera palparla.


La tierra está yerma. Extrañas el árbol y los pastos del hombre. Y la hierba en la que el viento enciende y aclara. No puedes llevar ya tu vida sobre tus hombros.


Dónde está ahora tu valor. Dónde tu arrojo. Estás enfermo y menguado. Pero apelo a ti. No me acostumbro a tu desilusión y flaqueza. Escucha las olas. El bramido del agua. El aire fecundo en la boca de los forasteros.


Si basta solo una pizca de agua. Tan simple como que despiertes. Y veas en la ceniza un fuego discreto. Has sufrido. Te han mancillado. Tus muertos se confunden en un marasmo de años. No distingues el barro en que tiemblan tus miembros.


Vuelve y toma tus herramientas. Reconoce la curva del rastrillo. El crujido del hacha. Hay un alma en cada utensilio tuyo. Y se tallan tus huesos en la madera retorcida de cada rama.


Son solo imágenes. Para celebrar. Has vuelto. El hermano vuelve a ser el hermano. Ya no llora como hasta anoche la sangre. Acaso el día sea eso. La serenidad de la sangre.


Si bien no hay plantas ni espigas ni breves cañadas, esta planicie espera por ti y no tendrás que esconderte. Deja ya de amenazar. Solos estamos tú y yo, aquí, esperando que la noche nos hable.


Voy diciéndote lo que no sé. También yo estoy asolado. Pero basta que hayas vuelto. Brillo de nuevo y ardo. Hay algo de indulgencia en este encuentro. El sonido de nuestras bocas despierta la hierba.


Pensemos en ellos. Enemigos hasta ayer. Hablemos de ellos. Sembremos sus nombres en nuestras eras. Siguen cayendo hombres. Que no caigan ya más. Que la muerte se vaya apagando en nuestras palabras.


Parece que no queda ya nada. No hay confianza y no hay fe. Pero resplandece todavía el hombre en las pupilas del hombre.


“Señor, ayúdanos a recordar
la causa de esta violencia:
avaricia, dolo, egoísmo,
la desecación del amor;
Señor, ayúdanos a arrancar esto de raíz…”**


Y entonces recordamos. Y nos reconocimos. Aunque fueran otras nuestras lenguas, las pusimos a arder juntas en labios arados.


Guardemos silencio ahora. Los que quieren acercarse desconfían con razón de nuestras palabras. Olvidemos primero. Para luego intentar decirnos de nuevo algo. Serán breves y a la vez firmes nuestras fogatas. ¿Quién se atreve a proponer pasar el primero?  Es tan solo el umbral. El de siempre. Promete que otro brazo es ahora tu lecho.


Por lo pronto toma esta piedra. Aplica tu oído. Trae pasos y amigables tambores de fiesta en la noche ligera. Hay una isla nueva y las aguas amenazantes sutiles se apartan.


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* Título de un poema de Yorgos Seferis

** Yorgos Seferis

martes, 4 de noviembre de 2014

Saúl

Yo me pregunto: dónde van los recuerdos cuando asoma la muerte. ¿Y es que acaso van a alguna parte? Presumimos que no, ahora que creemos que morir no es un irse.
Pues no hay sino aquí, y no es vivir un ir pasando. Sería ya hora de decidir volver.

Hacerse un sitio, abrir espacio, darle lugar a todo.
Está el recuerdo. Comprendemos que vivimos dos vidas, la que llevamos y la que nos lleva. Ellas se nutren, se dan una a otra luz y cobijo.
Por el recuerdo nunca estamos solos. O más bien valdría decir, es bueno estar solo para dejarse poblar y llamar y encontrar.

El recuerdo es un acuerdo. Entre dos como mínimo, para vencer a la muerte o reducirla.

Pues el recuerdo es un resucitar. Esa maravilla nunca se agota, no vive de nosotros sino en nosotros. Acaso por mis años me he vuelto sensible a eso: recordar es vivir, intensificar la existencia, purificarla.


Se recuerda con todo el cuerpo. Proust decía que los pequeños dolores anuncian recuerdos. Una posición inhabitual trae consigo una imagen, alguien, algo. Y es allí, en ese momento, cuando uno se puebla.

Si Dios existiera diría que su mayor don es el recuerdo: dos vidas juntas, la una espejo para la otra. Una vida para hallar y otra para reconocerse.

No deja de conmoverme que pueda volver a ver a alguien. El tiempo se pierde inexorablemente, la muerte lo atrae. Y de pronto, milagro, el recuerdo le cobra a la intrusa su terrible osadía.

Y volvemos por él a nacer. Más no en soledad sino con otro, pleno y completo, mejor aún, inmortal.

El recuerdo nos devuelve a los otros en su sustancia. Eso creo, en eso pienso. Ahora que acabo de regresar del encuentro dedicado a Saúl. Lo organizó la Universidad, para la familia y los amigos. 

Y lo volvimos a tener. En el evento hubo palabras, gestos, silencio. Y también las imágenes de Saúl, sus palabras escritas y su rostro. 

Y mientras otros lo traían me dejé llevar por mis recuerdos. Para anteponer algo mío, un muro frágil. 

Saúl Sánchez fue profesor mío. Así me gusta decirlo, pues no solo asistí a algunas de sus clases sino que ellas me despertaron. 

Era un tiempo en que en la Universidad se estudiaba marxismo. Con una forma que poco leía.Y en un ambiente así llegó Saúl. Él se definía a sí mismo como lector. 

Aquellos escritos en que temblaba la pasión y rebosaba la inquietud, eran devueltos por él a la serenidad y el enigma. 

Empezaba a leer y las frases se iban desnudando, como si recuperasen su parquedad y aquietasen su aliento.

Entonces la clase se demoraba, el ambiente se empobrecía. Y me gusta eso de la pobreza. Pues lo escrito no decía sino lo que decía. 

Saúl no daba lugar a entusiasmos ligeros. Todo era sigilo, concentración, el suyo era un magisterio del ver y el oír. Como si los pensamientos pidiesen ser sentidos.

Fuera quedaban los sentimientos, las pasiones, las emociones, los propósitos, las intenciones. Saúl decía que todos eso ponía anteojeras. Los sentidos aguzados, casi neutros, daban a ver entonces un sentido. 

Recuerdo que el paso de Saúl por esa cátedra fue efímero. Pudo más el enardecimiento. Lo que propuso leer fue la Introducción a la crítica de la economía política de Marx. Avanzamos unas cuantas páginas. De la mano de Saúl la lectura era lenta, minuciosa, paciente. 

A mí Saúl me enseñó a leer. Hoy escuché a varios de sus amigos decir lo mismo. Con él se trataba de aprender eso. ¿Qué era eso? Ahora lo comprendo: no otra cosa que una reverencia, un respeto, una atención. 

Merece la pena aprender a sentir. Y quizás a partir de allí comprender. La suya era una inteligencia sensible, y quizás por ello tan amorosa. 

Leer es recordar, el recuerdo es una lectura. Y todo el tiempo y por doquier llegan signos.

Como me llegan ahora a mí. Casi no fui amigo de Saúl, pero ahora sentí, como un ademán del recuerdo, la nostalgia de no haber estado más cerca suyo. Pues pasa eso con el recuerdo. Uno lamenta no haber tenido más tiempo. Para escuchar. Y responder, y preguntar otra vez.

El recuerdo abre de nuevo la pregunta. Y leo en mí y me inquieto. Siento tristeza por la muerte, me somete a no volver a oír. Y si los muertos oyeran, le pediría a Saúl que me oiga cuando le digo, te extraño, hoy sentí la saudade de no haber podido estar más cerca tuyo.




In memoriam, Profesor Saúl Sánchez Giraldo


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martes, 14 de octubre de 2014

Rector

Pensamos en alguien que tenga especial respeto por las palabras. Uno que las estime, las venere, alguien que sepa que con ellas vienen siempre hombres.

Y con los hombres alientos y voces. Personas cada una de ellas con un solo rostro y aires variados.

Alguien que sepa que hay que cuidarlas, atenderlas. Leer en ellas dónde va el hombre.

Alguien que vaya tras ellas, las recoja, las traiga. Las palabras no se pueden ir de la Universidad.

Menos aún fascinadas por lenguajes expertos, palabras fabricadas que suenan ajenas.
El peligro es la especialización, el artificio, lo exótico.

El pensamiento tiene que decir lo nuevo en palabras de todos. Aún las fórmulas y los números que son la memoria más antigua, la sencillez espléndida a la que responde lo abierto.

Un rector atento. Que ame escuchar, que se juegue sus días en comprender y así responder. Uno que no desdeñe exponerse, que no relegue el encuentro con las personas, esas palabras vivas, esas presencias curiosas e inquietas.

Alguien que no se abrume entre papeles. La letra fría de resoluciones y acuerdos.
Alguien que escriba la esperanza de todos. Que escriba, la rectitud del rector es su letra, su respiración.

Que uno le crea cuando invoque palabras extrañas. Que hable en otras lenguas, alguien culto y sensible, lector infatigable, inquieto hacia todos los saberes. Es su manera de acoger, recibir lo diverso. Alguien que dé la sensación de universo.

Que si dice innovación atraiga lo tradicional y le invite a dar un paso. Con la seguridad de que no será un salto al vacío.

Que cuando diga investigación sea porque se ha quemado las pestañas. Ha estudiado, le ha dolido, sabe y expresa lo que ha vivido por años.

Ese inspira respeto. Desde su alma de académico activo acogerá estudiantes, discernirá con sus colegas, se abrirá ante auditorios exigentes.

Ese rector nos hará sentir alegría: qué bien habla, qué certeramente se expresa. Sabe extraer su visión de su académica poética.

Pues la Universidad es una poética. Acaso más que una política que resulta más bien subsidiaria. Poética de aquel que cree que las palabras son fines y las frases puntos de imantación.

Alguien comprometido con la idea de que hay que saber y discernir, atreverse a pensar y desde allí inventar, innovar, crear.

No puede ser alguien que se canse oyendo, que no le gusten los auditorios. Qué falta hacen directivos académicos por todas partes. Abriendo círculos, recreando la conversación en todas las mesas.

Hasta ahora, los rectores conversadores brillan por su ausencia. No les gusta casi dialogar o si lo hacen es con libreto. O no tienen tiempo. Qué bueno sería un rector que tuviera tiempo. Uno que no se deja absorber por el lobby.

Cercano a la gente. Cálido en sus maneras y dulcemente expresivo. Un rector serio, aplicado, exclusivo. Que esté más aquí, porque con todo y que la universidad está en todas partes, está sobre todo donde respira, cerca al corazón, dentro de su ciudad y sus aulas.

Casi nadie sabe lo que hace un rector. No hay una pedagogía de eso. Ese saber se muestra cuando el rector actúa de cara a la gente. Ese rector no sentirá pena de vacilar, equivocarse ante los otros. Pensará en voz alta, arriesgará sus ideas. Y con los otros construirá decisiones.

Será frágil, dará la imagen de estar vivo. Reirá, asentirá, discutirá. Todo entre los otros. Estará dispuesto a corregirse ante ellos. 

A todos nos dará gusto pronunciar su nombre. Queremos un rector a quien provoque llamar. Con la certeza de que responderá, no se esconde detrás de nadie, no se evadirá en una máscara.

Ser rector, más que una investidura es una postura, para mostrarse, ser reconocido.
Podremos entonces señalar con el dedo. Decir, es él, y acercarnos, infundirá cariño y confianza, nadie se atreverá a intimidarle. 

Alguien que salude, alguien que dé la cara. Uno que diga, estoy aquí, en este mi cuarto de hora. Tendrá su tiempo para entregarlo a los otros y en todo lo que haga dará las gracias.


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viernes, 25 de julio de 2014

Víctimas

Dicen, mencionan víctimas. Y en lo que hablan y escriben, casi ni hay una sola persona.

Ningún trazo, rostro, respiración. Ni una sola palabra. De esas que traen consigo la desesperación o la pena.

Para acogerlas habría primero que aprender a escuchar. Lo que tienen que decir, lo que temen repetir por temor a que vuelva.

Sería necesario alguien. Uno o varios. Algunos dispuestos a admitir, recoger, asistir. Darle oídos a la asfixiante desgracia.

Uno querría que callaran los que se refieren a ellas como algo sabido. Las víctimas son seres extraños. El sufrimiento se ha ensañado con ellas. Las ha estrujado hasta enrarecerlas y volverlas ajenas.

De su execrable selección nada sabemos. Los motivos nos resultan ocultos. No hay aritmética ni ley de las probabilidades. La intrusa es astuta, impredecible, despiadada. Elige por maligna a los seres más vulnerables.

Pero las víctimas se mantienen despiertas. Tocan nuestra puerta. Para decirnos, estamos aquí, somos de aquellos que todavía respiran. Piden nuestra atención. Exigen pasión a nuestra inteligencia amañada.

Por sobre todo quieren ser acogidas. Traen una palabra errante. Nombres. Desesperación. Hechos sin dirección y sin remo. La hora de la erupción y el zarpazo. Aquel rostro feroz y ceñudo.

Una mirada. Un grito. Un empujón. Una mano pequeña se suelta. No volverá ya más. Una cara golpeada se apaga.

Es hora de salir. Correr. Saltar. La tierra se abre. La casa cae sobre tantas cabezas. Noche y más noche. Bajezas y tratos escuálidos.

Pero qué hice yo. Para llegar de golpe a hallarme en el lodo. Hijo y madre y hermano. La víctima ha puesto sus ojos en el más negro infierno. Lo que vio no le dejará acariciar ya nada.

Terrores y sangre. Sed amarga y sequía. La ignominia. La violación. Ferocidad del hombre sobre inermes criaturas.

Nada puede explicar. Para hablar con ellas hay que aprender a seguir su respiración. El camino a la misericordia exige seguir su aire hasta el miedo.

Lo más indigno es ser frívolo. El dolor solo resuena en la respiración compartida. Cualquier palabra fría, objetiva, lo ahoga y apaga.

Una comunidad de aprendices del dolor. Cada uno lleva su parte. Y todos arrastramos el peso de una crueldad que no cesa.

Es eso. Lo que a uno le pasa sin merecerlo. La mano que humilla. El golpe que borra. Apenas entendemos tanta sevicia.

Para respirar estos tiempos hay que comprender y a la vez oponerse. La crueldad es intolerable. Absurda. Terriblemente abyecta.

Ante la inmensidad del sufrimiento, hay que aprender a exhalar. Aspirar. Expandir los pulmones.

Ponerse a oír. Palabras que vienen del fango. Los desnudos sonidos de labios sin eco.

Lo que nos pasa es una penosa tragedia. No sabemos nada. Es imposible imaginar. La noche de las piedras. El fuego. Cuchillos. La atrocidad de las torturas no deja ver el día.

Que le pase a alguien semejante a nosotros. Sumido en la oscuridad de acciones infames. Es mi prójimo. Mi hermano. El desolado. El asolado. El amarrado a ciegas cadenas.

Escuchar. Palabras que vienen de la noche más honda. Las tristes palabras de la hora tristísima. Frases sin país y sin techo. No quiere irse de nosotros el “tiempo de los asesinos”.


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viernes, 23 de mayo de 2014

Calidoso

No me cabe en la cabeza que un hombre prenda fuego a otro hombre. Esa pira no brilla ni calienta. Ese furor reniega y delira. Ardo en mí de rabia y desconsuelo.

He querido saber quién era él, de dónde venía, intento retener su nombre pero no puedo. 

Solo pienso en la forma en que lo llamaban. Calidoso. Dicen que era afable, humanitario, dulce.

Calidoso de calidad, de cualidad. La cualidad, la virtud, la vida que respira y resplandece.

En el frío de una noche sin alma, un silencio al acecho, el calidoso fue rociado con gasolina y ardió. Puso a sonar su grito en el estupor de los vecinos. Nadie pudo hacer nada, agonizó y gritó, el fuego se apoderó de su alma. El padeció hasta en extremo 
dolor.

No logro entrar en su imagen, algo me frena, una fuerza espantosa me separa. Siento rabia, me estremece la impotencia.
Cómo puede ser, que lo hayan quemado, el fuego desalmado de una cerilla. Y su agonía sin luz, su dolor sin compasión y sin manos.

Nadie pudo hacer nada, nada puede nada. Unos hombres y otros, si esto es un hombre, un acecho, una crueldad, el mal que merodea y clama al cielo.

Pero el cielo parece estar vacío, nadie responde, nada atiende. Nos dan la espalda y los hombres en desamparo nos aterramos, nos humillamos.
Los conocidos se duelen, los que lo conocieron claman y reclaman. Un terror así no tiene corazón.
De alma en alma esa ignominia ofende y es inútil tratar de entender. No hay ciencia ni hay conciencia.
Al calidoso lo quemaron en una noche helada en Bogotá, en el borde de un caño.

Nadie vio nada, ninguna persona sabe nada. Un amigo de la calle oyó cómo gritaba.

Su hermanito gritaba mientras ardía. Era un fuego, una llama imposible, un nudo de desespero y horror.

En la agonía preguntó por su mascota. También quemada. Era su hermana, su compañera, su sombra. El amigo no se atrevió a decirle que el destino de ella había sido el mismo.

Quemar un hombre, lanzar una piel a la ceniza y espanto. Qué nos sucede, quiénes somos, por dónde pasamos.

Quién nos arrojó en este bosque de sangre. Me da vergüenza, me duele ser hombre. 

Siento culpa de esto, de este horrible fuego. Los días aquí encierran y ahogan.

Los muchachos de la universidad vecina lloran al calidoso. La bondad de esos muchachos es un consuelo. Los estudiantes abren los ojos y se inquietan y hablan.

Dicen que no es posible, que es irresistible, inútil tratar de entender. Queda reaccionar, ¿pero dónde? Decir algo, ¿pero a quién?

No me atrevo a decir nada, se me apagan las palabras, me hundo en esa candela, me traga el fango de ser hombre.

Ese hombre me mira, nos mira, su grito estremece. Pero no respondemos. Apenas vivimos y nada sabemos.

Quien lanzó esa cerilla, ¿de qué está hecho? Desde la muerte esos ojos reclaman, su aliento devastado. 

Nadie merece sufrir así. Pero si los hombres han perpetrado siempre hogueras para los hombres.

Quisiera apartar la mirada. Pero no sé si quede dónde mirar. No quiero nada, no me apetece nada.

Mis clases en estos días han sido estupor. Me da vergüenza mirar a los ojos a los estudiantes. ¿qué puedo decirles? ¿qué frases que expliquen, apacigüen, enciendan alguna esperanza?

Me siento herido, desalentado. Ese crimen es la tapa. Y saber que todos los días arde alguien.

Quisiera un poeta capaz de decir algo.

Acaso el calidoso era al que menos le tocaba. Vulnerable como era, frágil hasta la médula, desnudo en su pureza de expatriado. 

El calidoso desamparado arde en la pira de tanta desidia e insensatez.




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martes, 11 de marzo de 2014

'En la parte alta abajo'

Hoy con Helí Ramírez volví a creer en la amistad. Desde el saludo saltó el magnetismo. El solo uso de la expresión “y qué más…” me hizo pensar en una continuación, como tomar el hilo y seguirlo tejiendo.

Llegamos el poeta y yo a la cabina de grabación conversando. De no ser por los protocolos normales hubiera sido seguir, ir de allá para acá, dando tanteos con las palabras.

Introduje el programa con un poema suyo que habla del barrio de su infancia en Castilla. Conmovedor para mí, un poema pintado, una visión de barrancos y techos y calles.

La de Helí Ramírez es una voz contundente y escueta. No finge nada, no presume, no sienta cátedra. Hablamos de su niñez y me dice, con un tono entre íntimo y sosegado: soy un desplazado de la violencia, y me regala generoso el inventario de sus muertos: su padre y el padre de su padre y su tío, todos ellos borrados por la insaciable violencia.

Le pregunto por la escuela y me responde sin dudarlo: no fui feliz en la escuela, no había maestros ni comprensión ni indulgencia. Nada de nada, ausencia de todo, negación, abandono.

Helí se refugió temprano en los libros, fueron para él un consuelo. Me habla con amor de las bibliotecas públicas, la Piloto, la de la UdeA, espacios que habitó y en los que halló voces, seres de papel reales y ciertos.

Le menciono entonces la escritura. Helí se ilumina, como si tocara la pulpa de la conversación. Escribir, anotar, me confiesa que siempre pedía a su madre un cuaderno de más y era allí donde marcaba su rumbo.

El poeta no tenía a quien confiar lo que escribía, sus amigos los halló en la cancha y era en ella donde pasaba todo: la emoción de las jugadas y también el brillo oscuro de una intensidad acechante y despierta.

En las pinturas de Fredy Serna, amigo y compañero de Helí, ese valor de la cancha está maravillosamente pintado. De la cancha a la calle, de allí a la traba, los rincones para el erotismo y el riesgo.

Por fortuna, me dice, un día encontró amigos que lo escucharon y sintieron de inmediato el arañazo de su poesía.

Sus palabras son cuchillos, sus versos espejos, sus poemas ventarrones que arrasan los techos.

La poesía da a ver y libera. Los poemas son para hacer algo, empujar las palabras, despojar las mentiras, arrimarse al abismo de una vida arrojada.

La poesía de Helí Ramírez es atrevida, desnuda, irreverente, santa, hereje. No habla para complacer, destruye y luego crea.

Pienso todo eso mientras lo escucho. Si bien no habla como escribe su respiración es la misma. Es un poeta, es lo que yo pienso y siento la dicha de encontrarme con uno.

Le digo eso y olvidando que estamos en la radio le digo mis muertos: mi hermana y mi padre y mi primera novia y un amigo.

Es como si quisiera que me consolara, él que ha llorado muchos muertos y además los ha resucitado para que vuelvan a morirse en la noche de sus rabiosos poemas.

Creo que no hay casi poetas y él es poeta y creo que eso basta y que debiéramos dar las gracias. Me oye atento, no finge humildad ni vana modestia.

Un poeta testigo, uno que dice lo suyo y hace eco a las vivencias de todos.

Compartimos el pensamiento de que los jóvenes lo leen. Dice que los muchachos quieren oír algo verdadero, directo como una flor o el sonido de un disparo en la noche secreta.

Hablamos del tiempo, me expresa que tiene ganas de vivir, que no se siente agotado ni triste. Las durezas lo han fortalecido y dulcificado a la vez.

Eso es: Helí es un hombre fuerte y dulce a la vez. Fuera del aire me dice que me ha leído, que se acuerda de mí ensimismado, en los parques de esta ciudad que él ama y padece.

Me siento acogido, siento que existo para alguien, que esta persona pensó en mí y recibió mis palabras y me dio las suyas como el pan que endulza los días amargos.

Y agregué: ‘Helí, En la parte alta abajo es el título más bello de la poesía colombiana’. No le pido que me explique su origen. Es inteligente y sensible y por eso me apunta: ‘ni siquiera sé lo que significa, puede ser algo político o una misteriosa compensación de esas que la poesía regala’.

Quería decirle y le dije que para mí es de los pocos poetas en Colombia que dice sin ambages el erotismo, el sexo feliz y desdichado.

Le pregunto por la palabra que más ama y me dice: no podría ser otra que vida.



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